martes, 1 de abril de 2014

La ruta jacobea: una metáfora de la vida



Hace ya unos meses me aventuré junto a unos amigos por las verdes tierras gallegas para hacer el Camino Inglés de Santiago. La ruta era preciosa: había una increíble mezcla entre el verde celta de las tierras del norte azotadas por la lluvia y las zonas interiores, más secas y, comparándolas con las otras, menos agradables de ver, pero aún así necesarias para hacer del Camino lo que es: una muestra de cómo es nuestra vida en la realidad. Durante los días como peregrino tuve la oportunidad de pensar mucho, puesto que no podíamos pasarnos el día hablando, el silencio era muchas veces necesario. La gran alegría fue, como era de esperar, llegar a la Catedral del Apóstol, en la Plaza del Obradoiro, en Santiago: los esfuerzos y el dolor a veces sentido habían merecido la pena. Como dice en muchas camisetas que uno puede adquirir en la ciudad del Santo Apóstol: “No pain, no glory”.

No obstante, no escribo esta entrada para relatar el Camino, experiencia inolvidable que sin duda deseo repetir y recomiendo vivamente, sino a contar una reflexión que pude realizar una vez los peregrinos ya habíamos llegado a Santiago. Durante el Camino no todo era igual: había partes más sencillas, partes más complicadas, algunas etapas prácticamente llanas y rodeados de preciosos bosques que te cubrían del Sol y otras consistentes en subir montes y cruzar campos en los que abundan los matojos, pero que los árboles solo están en las montañas que uno ve a lo lejos. No solo esto. Las rutas jacobeas tampoco son todas iguales: hay cortas como el Camino Inglés, hay otras intermedias como el Camino Portugués o el Primitivo y otros ya muy largos, como pueden ser el Camino Francés o la Vía de la Plata. Por todo esto, una vez acabada la ruta, pensé que realmente el Camino puede verse como una metáfora de la vida:

     -No todas son iguales y las dificultades dependen tanto de la ruta en sí como del caminante (una gran enseñanza aplicable al tema de juzgar a otros: si no has vivido su vida, si no has recorrido su camino, no ataques, pues desconoces cuál es su verdadero estado interior)

      -Todas tienen un principio, en mi caso Ferrol, y todas un final, Santiago, pero el espacio que separa un punto del otro es un mundo.


      -Como ya he dicho, hay etapas que son más tranquilas y otras que a uno le parecen un infierno, ya sea por el desnivel, ya sea por la distancia o por la conjunción de las dos. Sin embargo, no hay mal que cien años dure, como bien dice el refranero, y que al final se llega al deseado albergue.

      -Tampoco hay que olvidar a aquello que acompaña al caminante, junto a su conciencia, durante toda la ruta: la mochila. Esta es aquello que uno debe llevar siempre consigo, que no puede dejar, que le puede llegar a hacer daño, pero que la necesita y que no dudará en seguir luchando por no tener que abandonarla detrás.

     -También el Camino demuestra que “quien la sigue, la consigue”, pues nadie se quedó atrás y los tres peregrinos llegamos juntos a Santiago: aún con dolor, ninguno se rindió: debíamos llegar al final del Camino, allí nos esperaba la recompensa y el descanso: ya no podíamos no llegar a la Ciudad del Apóstol.

En definitiva, que el Camino de Santiago, sea la ruta que sea, es una de las experiencias más recomendables que una persona puede tener. Como dicen en la lengua anglosajona, es un must do. Por esto os recomiendo a todos realmente que, al menos una vez en la vida, recorráis la senda mágica del Apóstol, sea con la motivación que sea, pero hacedla. Vale mucho la pena.