“Rápido” rugió el capitán, que
acababa de subir a cubierta alertado por la campana, “a vuestros puestos todos.
Wilhelm, Hassan y Sean, corred a atar y asegurar el cargamento. No podemos
permitir que una brisa de viento nos rompa la mercancía” les gritó a tres
marineros, que bajaron rápidamente a la bodega.
“Haz tú lo mismo” le dijo el
piloto al joven. “Estarás más seguro allá abajo que aquí arriba… El viento está
rolando y nos lleva directamente hacia la tormenta” continuó mirando hacia los
rayos que iluminaban la oscura noche. “Y sobre todo, no te ates a nada: es
mejor que saltes al agua y que intentes agarrarte a algún madero”.
“Sí, señor” le respondió con
agradecimiento y corrió hacia las escaleras por las que los otros tres habían
ido. Mientras bajaba vio que la lona de la vela central estaba tensa hacia
adelante por el fuerte viento que empujaba el navío.
“¡Soltad los cabos! A vuestros
puestos, marineros, vamos a enfrentarnos una vez más a la diosa de los mares y
al poderoso señor del Trueno” gritó el capitán, mientras la tripulación se
ponía en su sitio, llevaban aquello que no podía asegurarse en cubierta a la
bodega y fijaban el resto de barriles como podían. Con el viento en popa, el Seefahrend se acercaba a la tormenta.
Los golpes de mar habían tirado
algunas cajas al suelo de la bodega, pero los cuatro estaban apilándolas y las
ataban en los espacios del centro de la bodega para ello. Apenas hablaban.
Tronaba de fondo. Apila, asegura y ata. Una luz blanquecina ilumina la bodega.
Desaparece. Otro trueno. Apila, asegura y ata. Aparte de algún gruñido, poco
más decían además de murmurar oraciones a sus distintas deidades para que les
salvara.
“Hombre al agua” se oye que
gritan desde cubierta cuando una gran ola golpea el costado del barco.
“No temas, joven” dice Hassan
alzando la voz para que se le escuchara por encima de los truenos y el agua
brava. “Nuestro capitán ha navegado a través de cientos de tormentas y nunca ha
naufragado…”
“…Este barco jamás se hundirá”
termina Wilhelm con una gran sonrisa
mientras hace el último nudo al cargamento.
“Karl, ¡mantén el timón recto
para evitar cruzar la tormenta!¡Hemos de intentar rodearla!” se escuchó de
nuevo al capitán.
Cayó agua por la trampilla para
acceder a la bodega y se oyó el rasgarse la vela. Rápidamente, Hassan y Wilhelm
subieron.
“Que los dioses nos asistan y la
Diosa te guíe en tu camino” dijo Sean al joven antes de seguir a sus
compañeros.
Él seguía abajo como le había
dicho el timonel, pero cada vez oía más gritos. Sabía que estaría más seguro
donde estaba que en cubierta. Cayó más agua por la trampilla.
“Capitán, ¡veo la costa de Thule!”
se oyó a Sean gritar entre trueno y trueno.
“Mantén el rumbo, piloto”
respondió el capitán. “Aunque la vela esté rota vamos a llegar. ¡Lo sé!”
Súbitamente, un rayo impactó en el
palo mayor y lo partió. Se desató el infierno. El joven salió de la bodega y
vio caer una parte al agua llevándose con ella a algunos marineros que no
habían podido apartarse a tiempo. Una gran ola impactó el costado del barco y
lo hizo bascular. Otra rompió contra la popa y se llevó al piloto. El joven
corrió hacia donde estaba el hombre, pero solo estaba el timón. El capitán,
desbocado, corrió hacia allí para tomar el control del barco. Una cuerda se
tensó cuando al barril que sujetaba se lo llevó el océano. No la vio. Tropezó.
Se golpeó en la cabeza. Quedó inmóvil en el suelo.
Una nueva luz blanquecina bajó
del cielo iluminando la escena. El barco se dirigía hacia unas piedras. En
cubierta solo estaba el cuerpo inerte del capitán movido por el agua que
llegaba con las olas. El resto del mástil ya había caído. Los tripulantes
estaban desaparecidos: o habían saltado o se los había llevado la diosa de los
mares. Solo un alma seguía allí, pero estaba atemorizada.
“¡Salta!” creyó oír la voz del
timonel.
Miró hacia adelante: las rocas
primero, Thule al fondo. Sabía que el barco estaba condenado. Miró a su
alrededor. Una ola le golpeó la cara y lo tiró al suelo. Se levantó de nuevo.
Echó la vista a las aguas. Gracias a un rayo vio trozos de madera a la deriva. Los
truenos seguían escuchándose. Había uno cerca del barco. Estaba llegando a las
piedras. El momento era ahora. Estaba listo. Entonces, chocó el Seefahrend y salió despedido.
El impacto contra el agua fue como si cayera
sobre una capa de hielo que se rompió con el contacto de su cuerpo. Se hundía.
Tragó agua. Abrió los ojos para ver pero el frío le obligó a cerrarlos. Hizo un
esfuerzo para nadar hacia lo que creía que era la superficie. Haces de luces
blancas le guiaban. Hizo tantas brazadas como podía con los brazos entumecidos
por la baja temperatura. Sintió el aire en las yemas de los dedos. Un último
esfuerzo. Se estaba quedando sin aire. Sacó la cabeza y respiró. Por fin. Tragó
más agua por una ola, pero consiguió mantenerse a flote. Sus ojos tardaron en
acostumbrarse. Creyó ver Thule y nadó hacia allí. El esfuerzo sobrehumano acabó
en cuanto encontró un trozo de madera a la deriva. Se agarró a él e intentó
subirse. A pesar del cansancio lo consiguió. Estaba agotado, tenía el cuerpo frío
y dolorido. Se cubrió con la capa. Cerró los ojos y se dejó llevar por la
corriente. La madera impactó contra una roca y él se golpeó la cabeza. Todo se
volvió oscuro y helado. Perdió el conocimiento.
La tempestad había pasado. El Seefahrend estaba hecho añicos entre las
rocas. Algunos trozos iban a la deriva, ya fuera hacia las costas de Thule o
hacia el centro del océano. Algunos cuerpos estaban flotando sin vida junto con
los remos, barriles y restos del mástil; otros, se habían perdido en las
profundidades con las mercancías. Un último trozo, que estaba en un punto entre
las dos corrientes, sostenía un cuerpo que respiraba débilmente. La última cola
de la tormenta proveniente del centro de las aguas alcanzó la madera y la
empujó en la dirección opuesta.