viernes, 24 de febrero de 2017

La Tempestad

“Rápido” rugió el capitán, que acababa de subir a cubierta alertado por la campana, “a vuestros puestos todos. Wilhelm, Hassan y Sean, corred a atar y asegurar el cargamento. No podemos permitir que una brisa de viento nos rompa la mercancía” les gritó a tres marineros, que bajaron rápidamente a la bodega.

“Haz tú lo mismo” le dijo el piloto al joven. “Estarás más seguro allá abajo que aquí arriba… El viento está rolando y nos lleva directamente hacia la tormenta” continuó mirando hacia los rayos que iluminaban la oscura noche. “Y sobre todo, no te ates a nada: es mejor que saltes al agua y que intentes agarrarte a algún madero”.

“Sí, señor” le respondió con agradecimiento y corrió hacia las escaleras por las que los otros tres habían ido. Mientras bajaba vio que la lona de la vela central estaba tensa hacia adelante por el fuerte viento que empujaba el navío.

“¡Soltad los cabos! A vuestros puestos, marineros, vamos a enfrentarnos una vez más a la diosa de los mares y al poderoso señor del Trueno” gritó el capitán, mientras la tripulación se ponía en su sitio, llevaban aquello que no podía asegurarse en cubierta a la bodega y fijaban el resto de barriles como podían. Con el viento en popa, el Seefahrend se acercaba a la tormenta.

Los golpes de mar habían tirado algunas cajas al suelo de la bodega, pero los cuatro estaban apilándolas y las ataban en los espacios del centro de la bodega para ello. Apenas hablaban. Tronaba de fondo. Apila, asegura y ata. Una luz blanquecina ilumina la bodega. Desaparece. Otro trueno. Apila, asegura y ata. Aparte de algún gruñido, poco más decían además de murmurar oraciones a sus distintas deidades para que les salvara.

“Hombre al agua” se oye que gritan desde cubierta cuando una gran ola golpea el costado del barco.

“No temas, joven” dice Hassan alzando la voz para que se le escuchara por encima de los truenos y el agua brava. “Nuestro capitán ha navegado a través de cientos de tormentas y nunca ha naufragado…”

“…Este barco jamás se hundirá” termina Wilhelm  con una gran sonrisa mientras hace el último nudo al cargamento.

“Karl, ¡mantén el timón recto para evitar cruzar la tormenta!¡Hemos de intentar rodearla!” se escuchó de nuevo al capitán.

Cayó agua por la trampilla para acceder a la bodega y se oyó el rasgarse la vela. Rápidamente, Hassan y Wilhelm subieron.

“Que los dioses nos asistan y la Diosa te guíe en tu camino” dijo Sean al joven antes de seguir a sus compañeros.

Él seguía abajo como le había dicho el timonel, pero cada vez oía más gritos. Sabía que estaría más seguro donde estaba que en cubierta. Cayó más agua por la trampilla.

“Capitán, ¡veo la costa de Thule!” se oyó a Sean gritar entre trueno y trueno.

“Mantén el rumbo, piloto” respondió el capitán. “Aunque la vela esté rota vamos a llegar. ¡Lo sé!”

Súbitamente, un rayo impactó en el palo mayor y lo partió. Se desató el infierno. El joven salió de la bodega y vio caer una parte al agua llevándose con ella a algunos marineros que no habían podido apartarse a tiempo. Una gran ola impactó el costado del barco y lo hizo bascular. Otra rompió contra la popa y se llevó al piloto. El joven corrió hacia donde estaba el hombre, pero solo estaba el timón. El capitán, desbocado, corrió hacia allí para tomar el control del barco. Una cuerda se tensó cuando al barril que sujetaba se lo llevó el océano. No la vio. Tropezó. Se golpeó en la cabeza. Quedó inmóvil en el suelo.

Una nueva luz blanquecina bajó del cielo iluminando la escena. El barco se dirigía hacia unas piedras. En cubierta solo estaba el cuerpo inerte del capitán movido por el agua que llegaba con las olas. El resto del mástil ya había caído. Los tripulantes estaban desaparecidos: o habían saltado o se los había llevado la diosa de los mares. Solo un alma seguía allí, pero estaba atemorizada.
“¡Salta!” creyó oír la voz del timonel.

Miró hacia adelante: las rocas primero, Thule al fondo. Sabía que el barco estaba condenado. Miró a su alrededor. Una ola le golpeó la cara y lo tiró al suelo. Se levantó de nuevo. Echó la vista a las aguas. Gracias a un rayo vio trozos de madera a la deriva. Los truenos seguían escuchándose. Había uno cerca del barco. Estaba llegando a las piedras. El momento era ahora. Estaba listo. Entonces, chocó el Seefahrend y salió despedido.

 El impacto contra el agua fue como si cayera sobre una capa de hielo que se rompió con el contacto de su cuerpo. Se hundía. Tragó agua. Abrió los ojos para ver pero el frío le obligó a cerrarlos. Hizo un esfuerzo para nadar hacia lo que creía que era la superficie. Haces de luces blancas le guiaban. Hizo tantas brazadas como podía con los brazos entumecidos por la baja temperatura. Sintió el aire en las yemas de los dedos. Un último esfuerzo. Se estaba quedando sin aire. Sacó la cabeza y respiró. Por fin. Tragó más agua por una ola, pero consiguió mantenerse a flote. Sus ojos tardaron en acostumbrarse. Creyó ver Thule y nadó hacia allí. El esfuerzo sobrehumano acabó en cuanto encontró un trozo de madera a la deriva. Se agarró a él e intentó subirse. A pesar del cansancio lo consiguió. Estaba agotado, tenía el cuerpo frío y dolorido. Se cubrió con la capa. Cerró los ojos y se dejó llevar por la corriente. La madera impactó contra una roca y él se golpeó la cabeza. Todo se volvió oscuro y helado. Perdió el conocimiento.


La tempestad había pasado. El Seefahrend estaba hecho añicos entre las rocas. Algunos trozos iban a la deriva, ya fuera hacia las costas de Thule o hacia el centro del océano. Algunos cuerpos estaban flotando sin vida junto con los remos, barriles y restos del mástil; otros, se habían perdido en las profundidades con las mercancías. Un último trozo, que estaba en un punto entre las dos corrientes, sostenía un cuerpo que respiraba débilmente. La última cola de la tormenta proveniente del centro de las aguas alcanzó la madera y la empujó en la dirección opuesta. 

miércoles, 15 de febrero de 2017

El piloto nocturno

“¿Me traerás nieve la próxima vez que vengas a Loughstadt?” dijo una niña de unos diez años al muchacho que estaba sentado junto a ella, que no debía tener más de doce.

“Sí, lo haré” respondió él con una sonrisa, mientras  pensaba cómo iba a traerla sin que se deshiciera. 

“Y si no pudiera, la próxima vez te llevaré conmigo allá arriba, al castillo, para que veas cómo es el valle y el camino”.

Mientras él hablaba, ella dejó de escuchar los pasos de los caminantes que cruzaban el puente en el que estaban sentados con los pies colgando y el traqueteo de los carros con mercancías provenientes de la ciudad comercial de Vemmer. Sus ojos se abrieron como platos porque jamás había salido de los alrededores de Loughstadt. Por fin podría ver aquellos paisajes que él le describía cuando bajaba. Al fin sentiría la protección de los frondosos bosques que cubrían las montañas. Finalmente vería nieve que no se iba al tocar el suelo.

“¡Bien!” respondió mientras le ponía el brazo izquierdo sobre los hombros y le acercaba la cabeza con una mueca de felicidad…

Un fuerte golpe de su cabeza contra la pared de la bodega del barco le sacó de su ensimismamiento. “Nunca le llevé la nieve ni la acompañé, sino que le dejé una carta y me fui sin decir nada” pensó con tristeza mientras seguía en su esquina protegido con su capa. Suponía que llevaba un rato dormido, pero ¿cuánto? Esa era una gran pregunta. Se levantó y caminó un poco entre el cargamento para estirar un poco las piernas que se le habían agarrotado. Después, subió a cubierta.

“Eh, joven, ¡por fin sales!” le dijo amablemente uno de los marineros del Seefahrend cuyo nombre no recordaba que era el piloto nocturno. “Cuando salga el Sol, veremos Thule, lo presiento” continuó mientras miraba las estrellas y sentía el viento fortalecerse.

“¿Hacia dónde está Vemmer?” le preguntó el joven.

“Hacia allí” dijo el marinero señalando hacia el oeste, por donde parecía que se elevara una columna de humo. “Eh, ¿la estás viendo?”

“Sí…” respondió el joven con pena, pues se imaginaba lo que estaba pasando. 

Se escuchó entonces un estruendo se oyó y una gran luz iluminó el barco como si ya hubiera salido el Sol. Se apagó. De nuevo, la blanquecina luminosidad de un nuevo rayo hizo sombra a las velas de cubierta y un trueno sonoro lo acompañó. Los dos se giraron.

“¿Ves la tormenta, hijo?” preguntó el marinero, que, repentinamente había empezado a hablar como alguien de su verdadera edad.

“Sí” respondió el joven con voz temblorosa.

“Pues pasada ella está Thule…” calló unos segundos. “¡Toca la campana, corre! ¡Que los dioses se apiaden de nosotros!”

El joven corrió hacia el mástil e hizo sonar la campana varias veces con todas sus fuerzas. Los rugidos del viento, los truenos y los golpes de la lluvia sobre la madera y la tela de la vela habían invadido el barco.


“Que los dioses se apiaden de nosotros” pensó el joven mientras veía cómo salían a cubierta el resto de marineros para enfrentarse a la tempestad.