Generalmente,
los aprendices debían acudir con los druidas a todas las reuniones del Consejo.
Pero en la de aquella noche, excepcionalmente, los habían excluido porque iba a tratar sobre la única prueba
común en todas las escuelas druídicas de Thule para convertirse en druida: la
Búsqueda. Esto era así porque se mantenía en secreto su forma hasta la víspera
del evento. Por eso, estaban todos felizmente con sus amigos contándose
historias, en los banquetes o luciéndose en duelos para
ganarse el corazón de las chicas que miraban como entrechocaban los aceros. El hidromiel
había mermado la destreza de casi todos y ellas disfrutaban con el ridículo que
algunos hacían.
El campamento
druídico deisiano, no obstante, no estaba desierto. Solo un aprendiz seguía
allí. Estaba en la puerta de su tienda, medio dentro, medio fuera, sentado y
encapuchado. Con pausa, deslizaba un pañuelo sobre la hoja de su daga para
limpiarla, pero ya hacía rato que la Luna llena se reflejaba allí nítidamente.
Tenía la mirada fija en el horizonte. Cualquiera que mirara en su misma
dirección, no distinguiría negro sobre negro. Pero él, sí. Gracias a la
blanquecina luz que venía del cielo, él veía los contornos de la misteriosa
fortaleza maldita. Aquel castillo que no podía quitarse de la cabeza. Aquel del
que ardía en deseos de saber más.
“¿Por
qué estará maldita? ¿De dónde han salido esa piedra tan especial con la que la
han construido? ¡Aquí no hay! Tampoco suelen construir este tipo de
fortificaciones… ¿por qué aquí sí, donde no vive nadie, y no en las capitales
de los reinos thulianos?”
Estaba
tan absorto por las preguntas y su mente estaba tan lejos del campamento de los
druidas que ni oyó ni percibió una figura encapuchada, vestida de verde y con
una coleta negra que le caía por el lado derecho de la capucha que se acercó a
su tienda.
“¡Hola,
Leary!” dijo una voz femenina.
El
aprendiz se sobresaltó, se levantó de un salto y esgrimió la espada en
dirección a la voz de la persona que se había acercado. En cuanto la reconoció,
bajó el arma y esbozó una sonrisa suave.
“¡No
me lo creo: te he pillado desprevenido!” dijo ella riendo. “¿En qué estabas
pensando? Hmm o mejor ¿en quién?” y le lanzó una mirada pícara después de
guiñarle el ojo derecho y seguir riendo.