Frustración, alegría, tristeza, nervios, hilaridad, traición,
hermandad, éxito, familiaridad, éxtasis… forman parte de aquello que sintió su
espíritu mientras viajaba en su mente hacia atrás, hacia aquel oscuro 28 de
marzo de 2016. Rápidamente se dio cuenta de que ya no estaba en la cafetería de
la universidad, sino en su gran templo del saber, en la catedral del
conocimiento, en su inigualable biblioteca. Miró el reloj que llevaba en la
mano y vio cómo empezó a moverse la aguja de los segundos. Se movió rápido
entre las personas que estaban allí yendo hacia sus sitios o escapándose para
descansar y llegó a su mesa. A la mesa en la que todo pasó. A la mesa donde
escribió algunas palabras de más. Todo era tal y como lo recordaba: los dos
sentados juntos, con los nervios a flor de piel, leyendo los apuntes. La
libreta estaba en el mismo sitio, a la espera de ser abierta para lo que
pareció la sentencia de muerte de una amistad.
Se acercó a su yo y se puso a su espalda. Podía ver lo que estudiaba,
pero sabía que su mente estaba en otro sitio. Cogió y soltó el bolígrafo azul
dos veces. Acercó la mano a la libreta y la alejó de nuevo. Volvió a agarrar el
bolígrafo, le puso el tapón y lo quitó otra vez. Miró a su derecha, hacia ella.
Tomó la decisión. Él lo sintió: era el momento. Había llegado la hora. Debía
pararlo… pero, ¿cómo? Nadie le oiría si gritaba, porque era invisible. Nadie
podía sentirle. Nadie sabía que estaba ahí, ni siquiera él mismo. Le puso la
mano izquierda sobre la espalda y, de súbito, él se giró y le miró, sin verle.
¡Le percibía! Entonces tuvo un flash, pero no del pasado, sino del futuro. De
lo que vendría. De lo que no le había pasado ni en tiempos de su yo otoñal.
Comprendió entonces qué debía hacer. No tenía que cambiar nada porque era
necesario que pasara todo. Debía hacerlo para conocer realmente a quién tenía a
su derecha; para demostrarse a sí mismo que era capaz de intentar reconstruir
unos puentes en ruinas de una amistad, aunque desde el otro lado pareciera que
buscaran lo contrario; para poder crecer y, por qué no, ver cómo la justicia
universal podía actuar. Le puso de nuevo la mano sobre el hombro.
-¡Adelante!- gritó, pero sabía que no lo había oído, aunque sí que
había tenido efecto, porque poco después empezó a escribir.
“Aquest és un dels textos més complicats que mai he escrit…” pudo leer
antes de apretar accionar la palanca con la que había llegado hasta allí.
… pasó un tercer segundo y abrió
los ojos. Ella seguía igual de blanca, pero lentamente iba recuperando el
color.
-¿Te… te ha funcionado? –preguntó
con voz temblorosa y con la frente perlada por el sudor y los nervios.
-No –respondió el con
tranquilidad y un amago de sonrisa-. Será que no debía cambiar las cosas... Bueno,
tampoco están tan mal.
Dicho esto, cogió el croissant,
le arrancó una pata, la hundió en el café con leche, que aún mantenía su
temperatura, y se la llevó a la boca. Vio que su respiración estaba volviendo a
ritmos tranquilos y supuso que su corazón ya volvía a latir como en cualquier
otra situación. Él había hecho lo que debía: le había tendido la mano para
volver al punto anterior al momento que casi había cambiado, es decir, le había
hecho ver qué quería: nunca le había hablado tan claro. Ahora le tocaba a ella
mover ficha. Lo que no sabía era que, hiciese lo que hiciese, la aguja de los
segundos siempre vuelve al principio una vez ha empezado a correr. Ella la
activó y la justicia universal haría que terminara la vuelta. El tiempo huye,
pero nada queda impune. Ahora solo tenía que sentarse a esperar y ver cómo se
iban desarrollando los acontecimientos.
-“Quien a hierro mata, a hierro muere” dice el refranero –pensó para
sí y no pudo evitar esbozar una sonrisa maligna.
-¡Qué bueno! Por cierto, ¿cómo te va el máster? –le preguntó
mientras ella echaba azúcar en su café y él guardaba el mágico reloj en el
bolsillo.
El aparato era circular y del tamaño de una moneda. Estaba cerrado y tenía dibujos de relojes de arena en la
cubierta trasera y en la delantera, los números y las agujas fijas: la de las
horas estaba en el tres y la de los minutos, en el seis. Había tres manecillas
en los laterales: dos en el derecho y una en el izquierdo. Tras accionar una de
ellas, se abrió la uno de los lados y pudo ver el interior. Era espectacular.
Cinco pequeñas circunferencias estaban dentro de la grande, pero con tal
perfección que no se tocaban entre sí ni entorpecían los movimientos de las
agujas de la principal.
-¿Por qué es tan extraño? ¿Qué
marca cada una? –preguntó sorprendida, porque realmente nunca había visto nada
igual.
-Porque permite viajar en el
tiempo. De hecho, no estoy seguro de si es así, pero he seguido las
instrucciones de un orfebre que hizo uno igual hace mucho tiempo… -hizo una
pausa- aunque no se sabe si lo consiguió o no. Esa fue su última obra –la miró
y sintió la misma extrañeza de antes y decidió omitir más detalles sobre la
construcción del reloj-. Bueno, cada esfera señala una cosa: el día la de la
esquina superior derecha; el mes, la de la izquierda; el año, la que está a la
derecha del mecanismo principal; los segundos, la que está a la izquierda; el lugar,
la de la parte de abajo; y las horas y los minutos los marca la esfera
principal.
Ella no se creía lo que estaba
viendo y escuchando.
-Se ha vuelto loco -pensó-. Si
se oyera diríaque habla otra persona.
Y, ¿cómo pretendes que esto funcione? ¿Vas a desaparecer? –le dijo con un tono
de burla temerosa porque siempre le había oído decir que no había nada peor que
un loco con ideas… ¡y en ese momento lo era él!
-No lo sé –le respondió
sinceramente-. Yo solo voy a programar el lugar, día, mes, año y hora a la que
quiero llegar y apretaré la solitaria manecilla.
Mientras lo decía, accionó las
agujas de la esfera mayor con la palanca que aún no había usado del lado
derecho. Las puso a mediodía. Cuando estuvo listo, apretó una vez más y empezó
a moverse la de los segundos hasta la misma posición. Luego la de los días,
luego semanas y años hasta que quedó fijado el viaje para el 28 de marzo de
2016. El lugar fue fácil de establecer: Barcelona.
-¡Todo está listo! –exclamó
feliz- Ahora solo he de apretar y viajaré para cambiar las cosas. No cometeré
el mismo error otra vez –y sonrió.
-Pero, ¿de verdad quieres hacer
esto? –le dijo ya con algo de pánico porque vio que iba en serio-. ¿Vale la
pena cambiar todo por una palabra de más?
-Sí –respondió con frialdad-. No
puedo modificar lo que yo querría porque solo puedo influir en mí mismo, no en
los demás, así que sí. Hay cosas que no podré evitar, que ocurrirán, pero otras
no. Yo voy a retocar estas. ¡Hasta la próxima!
Dichas estas palabras, accionó la
palanca de la izquierda y, súbitamente, cerró los ojos, como si estuviera
dormido o meditando. Por eso nadie se extrañó. Tampoco apreciaron los que veían
esa escena cómo le cambió la cara a un blanco cadáver a la chica porque sabía
que, si no se había equivocado, nada iba a ser igual y estaba contenta con la
nueva situación. Con todas sus fuerzas rezó para que abriera los ojos. Pasó un
segundo; luego, otro…
Era un día otoñal en el que el frío viento movía las hojas caídas y avisaba de lo que se acercaba. La universidad, lugar
dónde mucha gente de los alrededores pasaba las horas, estaba llena de vida:
desde los alumnos con el reloj retrasado que siempre iban corriendo de aula en
aula para, sin éxito, llegar a tiempo, hasta los que con una puntualidad
británica estaban sentados en su sitio de clase con todo listo, pasando por los
amantes de la libertad, del aire fresco y alérgicos a las habitaciones cerradas
que se pasaban el día en el patio… aunque ese en concreto estaban cobijados
entre las paredes de la cafetería con chocolates calientes y cervezas. Entre
toda esta fauna, había uno que, si bien pertenecía a los dos primeros grupos,
esta vez estaba escondido entre los últimos, en una mesa tranquila, mirando al
infinito mientras jugaba a hacer girar con lo que parecía una moneda más ancha
de lo habitual entre un café con leche fría y un croissant de chocolate. De
fondo oía sin escuchar las conversaciones sobre un evento ocurrido en otro país
que había sorprendido a todos: algo totalmente inesperado que iba a abrir un
escenario mundial imprevisto.
Una brisa fría que se coló cuando
una joven entró en el lugar le sacó de su ensimismamiento y levantó la mano
izquierda para hacerle señas a la recién llegada. Esta, tras hacer lo mismo, se
dirigió a la barra para pedirse un café solo. Iba tan elegante como siempre, de
hecho, él no recordaba nunca haberla visto mal vestida. Con movimientos gráciles,
con la taza en una mano y el bolso lleno en otra, cruzó la sala, llegó hasta la
mesa, dejó su café delante del croissant y el bolso en una silla vacía y se
sentó. En ese mismo momento, la supuesta moneda paró de rodar y, antes de que
golpeara la mesa, él la cogió con la mano derecha, mientras la miraba a los
ojos.
-Buenos días –dijo él con una
sonrisa no acompañada por los ojos, que mostraban emociones contradictorias.
-¡Buenos días! –le respondió
ella, radiante y sonriente-. Hacía mucho que no sabía de ti… ¿estabas enfadado?
¿Te ha pasado algo? –preguntó ella con extrañeza.
-No… -respondió él mirando la
moneda-, he estado pensando, ordenando mi cabeza, descansando…
Ella no dijo nada porque sabía
que había empezado a divagar y no quería interrumpir su discurso. Le conocía
mejor de lo que él creía.
-…y he decido que quiero volver
atrás en el tiempo y cambiar alguna cosa que ha pas…-estaba diciendo cuando
ella hizo un movimiento ligero pero seco con la mano para cortarle.
-No digas eso, lo que te pasó no
puedes cambiarlo –empezó ella a hablar-. Ha sido así y, por algún motivo, tenía
que ocurrir. Sé que… -pero no terminó porque le dio un ataque de risa,
probablemente porque más le valía reír que llorar.
-No, no, no –negó cuando ya se
había calmado-. No hablo de eso –continuó fríamente-. Efectivamente, eso no
puedo cambiarlo, pero no pienso ahora en ello. Hablo de nosotros. De lo que
nos ha pasado. Quiero retroceder para cambiar algo que dije. Para evitar que
saliera de mi bolígrafo una palabra de más en una tarde de encierro estudiantil
de finales de marzo. Para no escribir la carta que nos hizo más mal que bien…
Mientras decía esto había abierto
su mano derecha. Lo que parecía una moneda, bien lejos de eso, era realmente un
reloj de bolsillo muy especial.
Ya han pasado casi cinco meses desde
que se fue, desde que pasó de acompañarnos en carne y hueso a hacerlo igual,
pero espiritualmente; desde que empezó a caminar con nosotros a nuestro lado sin
que podamos verlo. Ya han
pasado cinco meses desde que mi padre se marchó y ahora, por fin, he encontrado
la fuerza para escribir esto. Antes de continuar debo hacer dos avisos:
primero, esto que sigue está inspirado en lo que mi hermano leyó el día del
funeral de mi padre a lo que yo no pude añadir nada porque era perfecto;
segundo, alternaré entre la primera persona del singular y del plural porque
hablo en mi nombre y en el de aquellos que le queríamos.
¿Qué puedo decir de él? Fue una
persona cariñosa, agradable, sonriente y que nunca dudó en echar una mano a
quien le pidiera ayuda. Fue alguien que jamás se lo pensó dos veces en darlo
todo por aquellos a quienes más quería. Aun cuando vivimos separados por los
kilómetros que hay entre su casa y Barcelona, siempre se aseguró de que no nos
faltara nada para poder tener una buena educación y crecer así como personas.
Sí, gracias a él tuve unas oportunidades que me han marcado para siempre. A
modo de ejemplo, él quiso que fuera a Irlanda a hacer varias estancias allí
para aprender inglés y de ahí nació en mí un amor no solo por las lenguas
extranjeras, sino también por la bella
isla. Curiosamente, ese fue el último viaje que compartimos, una semana en
Irlanda, de la que solo traje buenos recuerdos. También me propuso él que fuera
a Ginebra y Bremen, donde conocí a gente maravillosa y aprendí mucho. Eso,
que es parte de mi educación académica y humana, se lo agradezco enormemente.
Ahora bien, eso no es todo, ni
mucho menos. Algo tan nimio como ser siempre agradecido y querer a quienes me
rodean con todo mi corazón y alma también lo aprendí de él. Estos valores así
como la importancia del trabajo diario y el esfuerzo los adquirí de mi padre y no solo
porque lo dijera, sino porque lo vi durante toda su vida. Siempre me enseñó a
dar lo máximo de mí mismo en todo aquello que hiciera, a poner el máximo empeño
para hacerlo perfecto.
Visto en retrospectiva, solo
tengo palabras de agradecimiento para él. Gracias por haberme acompañado
durante casi 22 años de mi vida. Gracias por haberme guiado por el camino en el
que me encuentro ahora. Gracias por haber colaborado a que llegara a donde
estoy proporcionándome una buena formación académica y dándome las
oportunidades que me has brindado. Gracias por crear en mí inquietudes para
aprender, escribir, leer; por enseñarme la importancia de ser responsable y
constante, de ser buen amigo de mis amigos y cuidarles siempre. ¡Gracias por
todo, papá!
No hace falta que lo diga, pero
estoy seguro que sabe que en nuestro corazón nunca morirá, que siempre estará
con nosotros caminando, que siempre nos guiará y, cuando la oscuridad cubra
nuestra ruta a buen puerto, él hará de faro y nos dirá qué camino debemos
tomar.
Por supuesto, tu marcha no fue un
“adiós”, ni un “adieu”, sino un “hasta
la vista” o “au revoir”, porque nos
encontraremos de nuevo. Porque volveremos a estar todos reunidos de nuevo. Te
queremos muchísimo. Para terminar con
este pequeño homenaje a mi padre, citaré a François Mauriac, que dijo una vez “la muerte no nos roba los seres amados. Al
contrario, nos los guarda y nos los inmortaliza en el recuerdo”. Estoy
totalmente de acuerdo: ¡qué gran verdad!
Love Never Dies es la segunda parte del mítico musical The Phantom of the Opera. El clásico
termina en la guarida del Fantasma bajo el edificio de la ópera con el Fantasma
sentado en su trono cubierto por su capa y una joven Meg Giry levantándola y
encontrando únicamente la máscara. El Fantasma se había desvanecido y todos
creían que había desaparecido para siempre. Ahora bien, Love Never Dies prueba que no es así, que están todos equivocados:
el Fantasma está vivo. De esta manera, en esta secuela, para Christine Daaé y
su marido, el pasado vuelve a visitarles. Como no lo he visto, no puedo decir
cómo termina, pero me sirve para introducir algo que, recientemente, me pasó a
mí. Para introducir a un personaje que llevaba tiempo oculto, pero que tarde o
temprano, iba a resurgir. No negaré que yo provoqué esto con ciertas preguntas
que hice… Bueno, dejémonos de cháchara y vamos a la historia. Esto es lo que
pasó…
Hace años, unos cuantos ya,
cuando este blog no era más que un recién nacido, escribí esta entrada sobre un comentario que escuché, pero nunca llegué a saber el
nombre de quien lo hizo… hmm o quizás sí, pero mi cerebro quiso que lo
olvidara. Pasó el tiempo y cual estrella fugaz, me reencontré con esta persona,
pero volví a guardar la información en un lugar tan escondido de mi cabeza, que
no pude recuperarla cuando, hará un año, más o menos, le saqué el tema a un
amigo, pero no recordaba nada. ¡Qué mala pata! Unos meses más tarde, él fue
quien lo sacó, pero nadie recordaba el nombre, sí la historia de la entrada.
Estaba escrito, nunca iba a saber quién era o cómo se llamaba la chica que
afirmó que eran un pasatiempo… No obstante, el tiempo se ríe de nosotros y
quiso que volviéramos a coincidir (¿es posible que interviniera la mano del
hombre? ¡Quién sabe!). Pues eso, que el pasado me visitó.
La situación fue la siguiente,
había estado yo disfrutando de los fuegos artificiales de La Mercè 2016 desde
el puente que lleva al MareMagnum de Barcelona y me quise unir a quiénes me
habían avisado de cuándo y dónde eran. Acabado el espectáculo y poco antes de
irme después de haber fracasado en mi búsqueda, me dijeron dónde estaban y,
contento, allí fui. Llegué y vi que su mesa era más grande de lo esperado y con
más gente de la que yo contaba. Mientras cogía una silla y me sentaba analicé
las caras: la mayoría me sonaban bastante –aunque quizás no pudiera ponerles
nombre a todas- y dos eran casi totalmente desconocidas. Creo que a una la
había visto en una de las fiestas/reuniones de amigos de la gran y mítica
anfitriona de Vía Augusta con Amigó, pero la otra… la cara de la otra… sabía
que la había visto antes: ¿en un sueño? ¿En un momento pasado? Ni idea, no
dejaba de ser un fantasma. Rápidamente, alguien presentó a la que ya me sonaba
y, a la vez, alguien trajo el pasado de vuelta: “¿recuerdas que me preguntaste
quién afirmó que las matemáticas del social era un pasatiempo? ¿La reconoces en
esta mesa?” La chica de la cara perdida en el tiempo empezó a reír. Entonces,
comprendí. Fue ella. Alguien del pasado había vuelto y aparecido en mi
presente. Muchas risas. Después de hablar un rato, saber qué había sido de
todos los de la mesa, pues había algunos de los que no sabía nada desde hacía
tiempo, y recordar anécdotas perdidas en las arenas del tiempo, acepté que, en
cierto sentido, ella siempre había tenido razón: las matemáticas del social
podían ser perfectamente vistas como un pasatiempo para los del
tecnológico.
Para poner un punto final a esto,
fue un placer haberme encontrado con todos vosotros el sábado noche y poder
terminar esta historia para que se quede en una mera anécdota. ¡Gracias a todos
y fue un placer veros a todos! ¡Hasta la próxima!
Estábamos en los magníficos jardines botánicos de Cap Roig, un lugar único
en el que la contaminación lumínica brilla por su ausencia. La noche era clara:
no había ninguna nube en el cielo y la luz de la Luna casi llena iluminaba casi
tanto como el alumbrado del recinto. Se podían palpar los nervios. “Les anunciamos
que el concierto empezará en 10 minutos” se oyó. La gente empezó a abandonar la
zona de cena-pica-pica. Números impares por el lado derecho, pares y
presidencia por el izquierdo. “Les anunciamos que el concierto empezará en 5
minutos”. Los espectadores retrasados se arremolinaban en los sitios de espera
para que las azafatas les guiaran hasta sus asientos mientras que los que se habían
equivocado de lado cruzan las gradas por debajo. Tocaron las 22h en Calella de Palafrugell: “El
concierto está a punto de empezar”. Ya estaba todo el mundo sentado y en el
escenario los de la organización echaron un último vistazo para asegurarse de que
no faltara nada: los dos tin whistles de
Andrea en su micro, guitarras y bajos, el violín de Sharon, el teclado, una de
las guitarras de Jim y la elevada batería de Caroline. Todo estaba listo.
Así empezó el concierto
Pasaban pocos minutos cuando, con el escenario vacío, se hizo la oscuridad.
Aumentaron los nervios entre el público: estaba a punto de empezar. Pulverizaron
agua. El público entrevió movimientos en el negro escenario. Soplaba el viento
y movía el telón de fondo. ¿Será eso lo que hemos visto? Nos preguntamos. ¡No! Estamos
seguros de que eran personas en el escenario. Empezaron los aplausos. “Jim”
gritó alguien en las primeras filas. Se escuchó música profunda y unos
platillos. Se iluminó tenuemente la batería en el mismo instante en que esta
empiezó a sonar. Durante unos segundos, la situación no cambió: un misterioso
baterista estaba tocando, pero seguía en la penumbra. Aumentó el ritmo y
terminó el misterio. Focos laterales y superiores de luces blancas iluminaron
de manera intermitente a Caroline Corr demostrando su dominio sobre la batería.
El guitarrista, Anthony Drennan, y el bajista, Keith Duffy, ya estaban
colocados uno a cada lado de Caroline. Jim, en su teclado. Continuó el solo de
batería hasta que, repentinamente, paró y se apagó de nuevo la luz. Entonces,
sonaron los primeros acordes de “I do what I like”, canción del nuevo álbum White Light, con el escenario iluminado
de azul cuando Sharon entró en escena cruzando el escenario saludando y sonriendo.
Entró la batería a la canción y, cuando empezaron las primeras voces, apareció,
como si flotara, Andrea dando saltos pequeños hasta el micrófono. Estaban allí.
Era cierto. Los cuatro hermanos de Dundalk estaban allí y su música. Era un
sueño hecho realidad.
The Corrs cantando "I do What I Like"
Terminada la canción, Andrea se nos dirigió en catalán agradeciendo que
estuviéramos allí y deseando que disfrutáramos mucho del concierto. Acto
seguido, cambió al inglés para expresar su admiración por el sitio y por la
noche que había quedado. Consiguió que, durante unos segundos, todo el público
mirara la Luna casi llena al decir que era increíble poder tocar con una Luna
tan bonita. Siguieron con un clásico suyo “Give me a reason” y después con la
primera canción en la que el violín de Sharon hizo más bien de fiddle: la gran “Forgiven not
forgotten”. A continuación, volvieron con un tema de White Light, “Bring on the night”, profundo y triste por hablar de
pérdidas aunque con un toque de esperanza por saber que habrá un reencuentro
con los que no están.
“Yeah bring on the
night, I don't care
Turn on the dark, I'm not scared
Spirit money to a flame
Ask that I'll see you again (that I'll see you again)
Yeah bring on the night, I don't care
Turn on the dark, I'm not scared
Wherever it is you left me behind
I'll follow you down the path of my broken heart”
Después tocaron la canción que presentaron en el DVD del MTV Unplugged de
1999: “Radio”.
Fragmento de "Radio"
Empezó entonces lo que yo considero como segunda parte del concierto. La
más íntima, la más irlandesa, aquella en la que más se abrieron al público.
Esta empezó con el anclaje de dos clásicos instrumentales, “Lough Erin Shore” y
“Joy of Life”, en los que Caroline cambió la batería por la caja y el bodhrán,
la voz de Andrea se cambió por el sonido del tin whistle y el violín de Sharon pasó a ser un fiddle.
"Lough Erin Shore & Joy of Life"
Después llegó el turno del clásico entre los clásicos de The Corrs: los
hermanos cantaron y tocaron, mano a mano, “Runaway”. Esta es una de las
canciones más melodiosas que tienen y la que fue su primer single. Los hermanos
nos animaron dieron su beneplácito para cantar parte del estribillo: ¡cantar
junto a The Corrs, quién me lo iba a decir!
La siguiente fue “With me stay”, que además de canción, como dijo Andrea,
era una oración. Ésta está dedicada a sus padres, ya fallecidos los dos. La
canción, que fue emotiva porque nos llegó a todos –en mi caso, hasta el corazón
por el fallecimiento de mi padre hace ya casi tres meses-, nos mostró como
Andrea, además del tin y las voces, también, con mucho arte, toca el ukelele.
“Let love light your
way
Forever always with me stay
I'll live while I'm alive
Forever always with me stay
With me stay”
The Corrs justo antes de empezar a tocar With Me Stay
Esta fue seguida por “Ellis Island”, canción que toca una temática de
rabiosa actualidad, las migraciones –aunque en este caso hablaba de los
irlandeses que se fueron a los Estados Unidos y que eran recibidos por la
Estatua de la Libertad en Ellis Island-.
“We'll grow up
together
Far away from home
Crossed the sea and ocean
To the land of hope (…)
Thanking Ellis Island
Thank you, USA (…)
Every man and woman
Every girl and boy (…)
Sing a song of hope
Sing for us together
Sing we're not alone
Sing we'll go back someday”
Esta parte terminó con “Buachaill On Eirne”, una canción tradicional
irlandesa que cantaron en gaélico irlandés de su álbum Home (2005) que estaba en un libro de canciones tradicionales que
tenía su madre.
Aquí empezó la parte final del concierto. Aquí volvieron de la mística Irlanda
a la Europa moderna y nos ahorraron el estar sentados todo este rato. Primero,
con el famoso “Only When I sleep”, seguido por la maravillosa “Queen of
Hollywood”. Después le tocó el turno a otro tema de White Light, “Kiss of Life”, y recuperaron el cover de Fleetwood
Mac, “Dreams”, la alegre –a pesar de lo que explica- “I never loved you anyway”
y terminaron con una canción sobre la energía y la juventud: “So Young”.
“And it really doesn't
matter that we don't eat
And it really doesn't matter if we never sleep
No it really doesn't matter, really doesn't matter at all
‘Cause we are so young now, we are so young, so young now
And when tomorrow comes, we can do it all again”
Así se despidieron del público y abandonaron el escenario. Pero la gente,
que no habíamos tenido suficiente y queríamos todavía más, les aclamamos y
aplaudimos para que volvieran. Sin dudarlo, lo hicieron manteniendo el ritmo
con el que habían abandonado el escenario. Tres grandes temas nos regalaron.
Primero, de White Light, “White Light”,
la canción del álbum que había supuesto su retorno a los escenarios. La
segunda, una de las más conocidas en España, “Breathless”. Para cerrar el
concierto, nos enseñaron –como ya hicieron años atrás- cómo juntar el ritmo
tradicional irlandés con la música moderna con una magnífica versión de “Toss
the Feathers”.
Sharon, Andrea, Caroline (fondo) y Jim Corr tocando Toss the Feathers
¿Qué sentí yo en este concierto? Fue algo
espectacular, inigualable e increíble. Sin duda alguna, uno de los mejores
conciertos en los que he estado. La espera de casi 10 años ha valido muchísimo
la pena. Además, para que negarlo, gracias a eso, los fans hemos estado más ávidos
de The Corrs y hemos disfrutado muchísimo más. Los hermanos han vuelto a
demostrar que son músicos de verdad y que, para ellos, los vídeos de fondo o el
espectáculo están en segundo plano. Ellos, únicamente con sus instrumentos –y aquí
incluyo, sin dudarlo, la voz- son capaces de hacer magia, de hacer rugir a
todo el público, de hacerlos levantarse de las sillas en un momento, en el
siguiente hacerles pensar en aquellos que les han dejado y luego transportarles
a bosques y pastos –y, por qué no, a algún pub también- de su amada patria,
Irlanda.
Andrea parecía que volara por el escenario con
los saltos y vueltas que daba. Cualquiera diría que era una hada salida de un
bosque frondoso de los valles de Wicklow.
Andrea Corr
Sharon demostró que era la reina del fiddle, que las cuerdas no podían resistirse
ni a sus dedos ni al arco dominado por ella.
Sharon Corr
Caroline nos enseño su poder sobre los
instrumentos de percusión y su dominio sobre ellos, tanto cuando acompañaba a
sus hermanos, como cuando hacía solos.
Caroline Corr
Jim completó la magia con guitarras y
teclado. Nos permitieron viajar en el tiempo, por el mundo y a nuestro interior
en dos horas.
Jim Corr
Fue mágico. Además de ser muy cercanos
y amigables, no solo por agradecer todo en catalán, castellano e inglés, sino
también por salir a firmar autógrafos y a hacerse fotos después del concierto.
Aunque algunos nos tuviéramos que ir antes y nos quedáramos sin esa foto o
firma, en realidad quisimos regalarnos una excusa para poder ir a verles cuando
hagan una nueva gira con su próximo álbum (¡que lo habrá!).
Yo con The Corrs de fondo
Muchísimas gracias a The Corrs y a los organizadores del Festival de Cap Roig por haber hecho posible este espectáculo vivido la pasada noche del 15 de agosto de 2016.
Hace más o menos cuatro años -¿cuatro ya? ¡Cómo vuela el tiempo!- me
dijeron que podía estudiar en Derecho en la Universidad Pompeu Fabra, en
Barcelona. Hace cuatro años, en un julio igual de caluroso que este, fui a
matricularme. Era la tercera vez que entraba en el recinto de la universidad,
solo que esta vez no era ni para dar una calculadora ni para asistir a la
graduación de mi hermano, sino para empezar una nueva etapa en mi vida.
Estuve un rato largo haciendo cola y mis nervios aumentaban minuto a
minuto. Cada vez estaba más cerca. Finalmente, llegó mi turno. Di mi nombre, comprobaron
que efectivamente estuviera entre los admitidos y me pidieron que sacara un
papel de una urna de cristal que había allí. “¿Para qué es?” pregunté. “Para
saber en qué grupo estarás”. Sin darle mucha importancia, hice caso y, entre
otros números, estaba escrito 02. Así, por azar o por obra del destino, se me
asignó el grupo de compañeros con los que viviría, principalmente, los cuatro
años de carrera. El grupo en el que conocería a gente que ahora parece que sean
compañeros de toda la vida.
El grupo 2 casi en su totalidad (Foto de Natia Kardava)
Foto de parte del Grupo 2 (Foto de Alumni UPF)
¿Qué me llevo de este tiempo? Primero, los momentos. Desde los más simples e
inofensivos minutos previos a empezar una clase en los que nos solíamos
encontrar siempre los mismos, hasta las largas horas de encierro en la biblioteca,
el Dipòsit de les Aigües –el templo del conocimiento, la catedral de la
sabiduría-, pasando por las pausas, los descansos, las quedadas para hacer
seminarios y las horas en la cafetería comiendo o, simplemente, viendo el
tiempo pasar. Segundo, las experiencias, tanto en el ámbito universitario más
estricto, como exponer trabajos ante un público en su mayoría desconocido, como
en uno algo más distendido, como ha sido presentar a la Associació d’Estudiants
Thomas More, de la que con mucho orgullo soy miembro, en las conferencias que
esta organizaba.
Tercero, algo que entraría en todas las categorías pero que debo reservarle
una individual: el Erasmus. Esta ha sido la experiencia que más huella me ha
dejado y de la que tengo recuerdos que me acompañarán siempre. Ese magnífico
trimestre y medio que pasé en Ginebra. Este sí que fue algo inolvidable: no
solo por los momentos allí vividos, como la primera experiencia de vida fuera
de una familia –pues antes siempre había estado con familias, aunque fueras
desconocidas-, sino también por los amigos allí hechos: gente con la que he
mantenido el contacto hasta el punto de llegar a viajar para reencontrarnos.
Parte de "The Cookies" -(izquierda a derecha) Agathe, Gloria, Ferran, Rachel y yo- en Gràcia (Foto de Gloria Bonmatí)
(Izquierda a derecha) Irini, Clàudia, Rachel, Agathe, Ferran, Pauline, Gloria y yo en la mitad de la subida al Mont Salève, junto a Ginebra (Foto de Rachel Louise Turner)
Cuarto y último, pero no por ello menos importante –lo bueno se guarda para
el final, ¿no?-, los amigos y compañeros. Esta nueva familia que me dio el azar
–o el sabio señor destino- al hacer que sacara ese papel en concreto y no el
del anterior o posterior, que fueron a otros grupos. Aquí, en esta categoría, incluyo también a todos aquellos que eran de otros años del grado en Derecho, a los que estudian otras carreras y a aquellos que vinieron a Barcelona en su intercambio, estuvieron solo unos meses, pero que aún así me han marcado profundamente -tanto como los compañeros de mi tiempo en el intercambio-. Este grupo con el que he
vivido intensamente los momentos y experiencias descritas y aquellas que se
quedan en el tintero, pero que viven para siempre en mi mente. Esta gente de la
que no puedo sino enorgullecerme y con la que espero seguir encontrándome en
los años venideros. Esta gente a la que considero mi familia elegida.
(izquierda a derecha) Francesc, Gemma, Marta, Abel, Cristina, Dayana, yo, Claudia, Núria y Carlos
(derecha a izquierda) Carlos, Francesc, Abel, Rebeca y yo
Miembros integrantes del llamado Grupo 1,5 (Fotos de Alumni UPF y Carlos Camarasa)
Grupo del Prácticum en Oficinas Judiciales -(izquierda a derecha) Ferran, Anna, yo e Ivana- (Foto de Ivana Prats)
Marta y yo (Foto de Abel González)
Dayana, Claudia y yo (Foto de Claudia)
Francesc, Carlos y yo (Foto de Rafa Martínez)
Natia, la super delegada, y yo (foto de Rafa Martínez)
Francesc, Laia y yo (foto de Laia Mas)
Xavi, Jorge y yo (Foto de Jorge Fort)
Ahora, ya estamos graduados. Hace cuatro años, nos embarcamos en una
travesía en la que hemos sobrevivido a tempestades huracanadas y a calmas
chichas; en la que hemos tenido momentos con el viento en popa en los que
íbamos a toda vela y otros en los que las velas han tenido que ser izadas para que
la velocidad a la que íbamos no destrozase nuestro navío. No obstante, ahora
hemos llegado a buen puerto. Hemos llegado al final del camino y hemos vuelto a
tierra. Ahora, cada uno debe continuar sus pasos. Es muy probable, que algunos
tomemos de nuevo el mismo barco y sigamos años juntos, mientras que otros
tomarán otras rutas. Ha sido un placer compartir con todos vosotros este
camino.
Rafa, mi hermano, y yo (Foto de Andrea Canovas)
No puedo evitar terminar haciendo una mención especial a nuestros seres
queridos, tanto los que están como los que nos han dejado, que, sin duda
alguna, han sido un apoyo gracias al cual hemos podido llegar hasta aquí.
Érase
una vez un jinete que cabalgaba sobre un caballo blanco entre los bosques del
Condado de Wicklow, en el corazón del Reino de Leinster. Estos eran verdes,
profundos y frondosos. Los pájaros cantaban aquel día porque era extrañamente
claro, en vez de oscuro, nublado y lluvioso. Galopaba por los caminos que
llevaban de la costa hacia el castillo de Kilkenny, hogar de su familia, cuando
llegó a las ruinas de una antigua comunidad monástica en un valle con dos lagos,
conocido como Glendalough.
Los
edificios eran todos de piedra y madera. Ató su caballo en el muro exterior y
lo saltó. Caminó entre los edificios abandonados –y algunos sin techo- y llegó
hasta la iglesia, que aún conservaba la campana en un pequeño campanario.
Desenvainó la espada que tenía en el costado empujó la puerta de madera y
entró. Era muy alta y tenía unos grandes ventanales en el lado opuesto por los
que entraba tanta luz que no había ninguna sombra en el edificio más que la
propia del caballero. Caminó hacia el antiguo altar y vio que en suelo había
unas lápidas con los nombres de los antiguos abades: Brendan MacAllistair,
Colmcille O’Neill, Séan O’Callahan… Cuando llegó al ábside, se giró y contempló
el interior del edificio iluminado: había estatuas en las paredes laterales. El
caballero contó veintiuna: los apóstoles, santos de otras regiones y santos
irlandeses: San Patricio, San Columba, San Brandan “el Navegante” y San Kevin,
fundador de la comunidad. Paseó un poco más por el interior admirando la
belleza de las esculturas y salió de nuevo.
En
las ruinas, a unos metros de distancia, se levantaba la gran torre redonda de
unos diecinueve metros de altura. Estaba hecha de piedra y la entrada, que era
estrecha, estaba cinco metros sobre el suelo. En la parte de arriba, bajo el
tejado cónico, había cuatro ventanas que miraban a los cuatro puntos cardinales
y desde las que se podía ver todo lo que ocurría en el valle. Allí, en la
repisa de la apertura que miraba al oeste había un pequeño ser sentado, con una
pierna dentro y la otra fuera, que estaba arreglando unas botas de montar. El hombrecillo
vestía con una chaqueta verde brillante, calzas del mismo color, un grueso
cinturón negro, unos zapatos negros con grandes hebillas de plata y un sombrero
de copa verde claro. Tap-tap-tap hacía su pequeño martillo al golpear las botas
y por ello no escuchó ni al caballo ni al caballero pasear por las ruinas. Pero
el joven caballero sí que oyó los ruidos y caminó silencioso hacia la base de
la torre. Miró la pierna que salía de la ventana y la reconoció: ¡¡era de un leprechaun!!
“Si
lo capturo” se dijo el joven, “me podrá llevar al caldero lleno de oro que
esconde al final del Arcoíris”.
Entonces
ideó un plan: desde donde estaba, iba a lanzar una piedra a la campana de la
iglesia y, si el golpe hacía bastante ruido, el leprechaun se asustaría y caería en sus manos. Así, le podría
obligar a que le entregase su caldero y se convertiría en un conde más rico que
el rey, pues el caballero, Brian, era el hijo del Conde de Kilkenny, vasallo
del rey de Leinster.
Cogió
con la derecha una piedra del tamaño de su mano, la lanzó y golpeó con gran
fuerza la campana de manera que el sonido se escuchó por todo el valle. El
duendecillo, sobresaltado por el ruido, no pudo aguantar el equilibrio y cayó
hacia el suelo, pero, en lugar de chocar, cayó en manos de Brian.
“¡Ja!
¡Te tengo!” exclamó con alegría. “Ahora, pequeño leprechaun, llévame hacia el tesoro que escondes en tu caldero” le
ordenó.
“¿Cómo
te atreves, humano insolente?” le respondió con voz aguda. “Me llamo Fergus, no
pequeño leprechaun. No pienso
llevarte a mi caldero: ¡es mío! Y tú ya tienes muchas riquezas. ¡Eres el hijo
mayor del conde!”
“¿Y
qué más da eso, Fergus? ¡Pequeño leprechaun,
te ordeno que me lleves hasta el oro ahora!” dijo imperativamente, sabiendo que
no podría negarse.
Enfadado,
Fergus empezó a caminar hacia la entrada de la iglesia porque allí había
aparecido el arcoíris. Pero, listo como era, sabiendo que aquel que le ha
capturado no puede apartar la mirada de él porque si lo hace, desaparecerá,
ideó un plan para librarse del joven hijo del conde. El leprechaun chutó una piedra que hizo ruido al chocar contra un
trozo de hierro que había en el suelo. Brian giró la cabeza para ver qué había
pasado y, cuando se dio cuenta, volvió a mirar el lugar donde Fergus había
estado, pero había desaparecido.
“¡¿Cómo
he podido dejar que se me escapase?! ¡¿Cómo no me he acordado que no puedo
apartar la vista del leprechaun
porque si no, se escapa?!” se lamentó Brian pues había
sido descuidado por su curiosidad.
Caminó
hacia el caballo que tenía atado en el muro exterior, montó y siguió su camino
hacia el castillo. Y así fue como Brian, hijo del conde de Kilkenny, cuando
pasó por las ruinas de Glendalough, se cruzó con Fergus el leprechaun y, por un descuido, lo perdió, por avaricioso y curioso,
tanto a él como a su caldero y su oro.
“¿Qué
haces aquí, Sally?” preguntó Leary, recuperado del sobresalto por la misteriosa
aparición. “Pensaba que estarías en las celebraciones Deis como hija de noble
que eres…”
Sally
le echó una mirada furiosa
“Psé,
ya estoy harta de esas fiestas: todas son iguales. Los hombres comen y beben,
mientras las mujeres cuchichean como verduleras y están pactando bodas para
nosotras, las jóvenes, que hemos de estar aguantando las miradas lascivas y
ávidas de los comensales” explicó ella con amargura. Entonces puso una cara
risueña “yo prefiero ir a buscar a futuros druidas solitarios y hablar con
ellos. Así me siento más…” y se quedó pensativa.
“…
buena persona” terminó Leary.
“Puede
ser, je, je, je” rió ella. “Me han dicho que en el campamento Udalh hay esta
noche un cuentacuentos muy bueno. ¿Quieres ir a escucharle? ¡Cuentan que es un
hombre de la isla de Alba que se conoce todas las historias y leyendas de Thule!”
Leary
abrió los ojos como platos. Esa podía ser su oportunidad de conocer la historia
de la misteriosa fortaleza maldita.
“¡Me
parece una idea genial! Es mejor que mi plan…” dijo intentando, sin éxito, no
parecer tan ilusionado como estaba.
“Sí,
claro que es mejor que no hacer nada en el campamento mirando el horizonte” le
cortó ella con una sonrisa maligna. Él la fulminó con la mirada.
“Pero,
¿cómo quieres que nos colemos?” preguntó Leary, que sabía que no podían
mezclarse entre reinos antes de la fiesta de final del Consejo, salvo algunos
que sí tenían permiso.
“Con
tu capa de aprendiz de druida de nuestro pueblo no pasaremos muy desapercibidos,
eso es indudable” dijo Sally mientras sacaba del interior de su capa un bulto
de tela. “Toma, cógela y póntela” y se lo lanzó.
Leary
lo atrapó y lo desplegó. Era una capa como la suya, pero sin ornamentos de la
nobleza deis. Esto era lo que daba libertad para pasear: los nobles, como los
druidas, podían deambular tranquilamente por cualquier parte de la pequeña,
ahora rebosante, ciudad durante los Consejos. El resto de personas no podían,
salvo que acompañasen a alguien que sí tenía ese permiso.
“¿De
quién es esta capa?” preguntó inquisitivamente y alucinado.
“Sí,
es de quien tú piensas” respondió, que lo conocía tan bien que casi podía leer
su mente solo con mirarle a los ojos. “Es la capa de uno de los sirvientes de
mi padre” y calló unos segundos. “Si quieres llegar antes de que empiece con la
primera historia, más vale que te cambies la capa y nos vayamos” dijo Sally
mientras se levantaba y se dirigió hacia la puerta por la que había entrado al
campamento de los druidas.
Rápidamente,
Leary se quitó la capa druídica, la plegó y cuidadosamente la guardó en su
fardo. Salió de la tienda mientras se ponía la de sirviente y alcanzaba a la
sombra verde oscura de Sally que ya estaba fuera del campamento, de camino a la
zona de la ciudad ocupada por los udalhenses.
Generalmente,
los aprendices debían acudir con los druidas a todas las reuniones del Consejo.
Pero en la de aquella noche, excepcionalmente, los habían excluido porque iba a tratar sobre la única prueba
común en todas las escuelas druídicas de Thule para convertirse en druida: la
Búsqueda. Esto era así porque se mantenía en secreto su forma hasta la víspera
del evento. Por eso, estaban todos felizmente con sus amigos contándose
historias, en los banquetes o luciéndose en duelos para
ganarse el corazón de las chicas que miraban como entrechocaban los aceros. El hidromiel
había mermado la destreza de casi todos y ellas disfrutaban con el ridículo que
algunos hacían.
El campamento
druídico deisiano, no obstante, no estaba desierto. Solo un aprendiz seguía
allí. Estaba en la puerta de su tienda, medio dentro, medio fuera, sentado y
encapuchado. Con pausa, deslizaba un pañuelo sobre la hoja de su daga para
limpiarla, pero ya hacía rato que la Luna llena se reflejaba allí nítidamente.
Tenía la mirada fija en el horizonte. Cualquiera que mirara en su misma
dirección, no distinguiría negro sobre negro. Pero él, sí. Gracias a la
blanquecina luz que venía del cielo, él veía los contornos de la misteriosa
fortaleza maldita. Aquel castillo que no podía quitarse de la cabeza. Aquel del
que ardía en deseos de saber más.
“¿Por
qué estará maldita? ¿De dónde han salido esa piedra tan especial con la que la
han construido? ¡Aquí no hay! Tampoco suelen construir este tipo de
fortificaciones… ¿por qué aquí sí, donde no vive nadie, y no en las capitales
de los reinos thulianos?”
Estaba
tan absorto por las preguntas y su mente estaba tan lejos del campamento de los
druidas que ni oyó ni percibió una figura encapuchada, vestida de verde y con
una coleta negra que le caía por el lado derecho de la capucha que se acercó a
su tienda.
“¡Hola,
Leary!” dijo una voz femenina.
El
aprendiz se sobresaltó, se levantó de un salto y esgrimió la espada en
dirección a la voz de la persona que se había acercado. En cuanto la reconoció,
bajó el arma y esbozó una sonrisa suave.
“¡No
me lo creo: te he pillado desprevenido!” dijo ella riendo. “¿En qué estabas
pensando? Hmm o mejor ¿en quién?” y le lanzó una mirada pícara después de
guiñarle el ojo derecho y seguir riendo.