domingo, 20 de noviembre de 2016

El viajero en el tiempo (Un reloj de bolsillo III)

Frustración, alegría, tristeza, nervios, hilaridad, traición, hermandad, éxito, familiaridad, éxtasis… forman parte de aquello que sintió su espíritu mientras viajaba en su mente hacia atrás, hacia aquel oscuro 28 de marzo de 2016. Rápidamente se dio cuenta de que ya no estaba en la cafetería de la universidad, sino en su gran templo del saber, en la catedral del conocimiento, en su inigualable biblioteca. Miró el reloj que llevaba en la mano y vio cómo empezó a moverse la aguja de los segundos. Se movió rápido entre las personas que estaban allí yendo hacia sus sitios o escapándose para descansar y llegó a su mesa. A la mesa en la que todo pasó. A la mesa donde escribió algunas palabras de más. Todo era tal y como lo recordaba: los dos sentados juntos, con los nervios a flor de piel, leyendo los apuntes. La libreta estaba en el mismo sitio, a la espera de ser abierta para lo que pareció la sentencia de muerte de una amistad.

Se acercó a su yo y se puso a su espalda. Podía ver lo que estudiaba, pero sabía que su mente estaba en otro sitio. Cogió y soltó el bolígrafo azul dos veces. Acercó la mano a la libreta y la alejó de nuevo. Volvió a agarrar el bolígrafo, le puso el tapón y lo quitó otra vez. Miró a su derecha, hacia ella. Tomó la decisión. Él lo sintió: era el momento. Había llegado la hora. Debía pararlo… pero, ¿cómo? Nadie le oiría si gritaba, porque era invisible. Nadie podía sentirle. Nadie sabía que estaba ahí, ni siquiera él mismo. Le puso la mano izquierda sobre la espalda y, de súbito, él se giró y le miró, sin verle. ¡Le percibía! Entonces tuvo un flash, pero no del pasado, sino del futuro. De lo que vendría. De lo que no le había pasado ni en tiempos de su yo otoñal. Comprendió entonces qué debía hacer. No tenía que cambiar nada porque era necesario que pasara todo. Debía hacerlo para conocer realmente a quién tenía a su derecha; para demostrarse a sí mismo que era capaz de intentar reconstruir unos puentes en ruinas de una amistad, aunque desde el otro lado pareciera que buscaran lo contrario; para poder crecer y, por qué no, ver cómo la justicia universal podía actuar. Le puso de nuevo la mano sobre el hombro.

-¡Adelante!- gritó, pero sabía que no lo había oído, aunque sí que había tenido efecto, porque poco después empezó a escribir.

“Aquest és un dels textos més complicats que mai he escrit…” pudo leer antes de apretar accionar la palanca con la que había llegado hasta allí.

… pasó un tercer segundo y abrió los ojos. Ella seguía igual de blanca, pero lentamente iba recuperando el color.

-¿Te… te ha funcionado? –preguntó con voz temblorosa y con la frente perlada por el sudor y los nervios.

-No –respondió el con tranquilidad y un amago de sonrisa-. Será que no debía cambiar las cosas... Bueno, tampoco están tan mal.

Dicho esto, cogió el croissant, le arrancó una pata, la hundió en el café con leche, que aún mantenía su temperatura, y se la llevó a la boca. Vio que su respiración estaba volviendo a ritmos tranquilos y supuso que su corazón ya volvía a latir como en cualquier otra situación. Él había hecho lo que debía: le había tendido la mano para volver al punto anterior al momento que casi había cambiado, es decir, le había hecho ver qué quería: nunca le había hablado tan claro. Ahora le tocaba a ella mover ficha. Lo que no sabía era que, hiciese lo que hiciese, la aguja de los segundos siempre vuelve al principio una vez ha empezado a correr. Ella la activó y la justicia universal haría que terminara la vuelta. El tiempo huye, pero nada queda impune. Ahora solo tenía que sentarse a esperar y ver cómo se iban desarrollando los acontecimientos.

-“Quien a hierro mata, a hierro muere” dice el refranero –pensó para sí y no pudo evitar esbozar una sonrisa maligna.

-¡Qué bueno! Por cierto, ¿cómo te va el máster? –le preguntó mientras ella echaba azúcar en su café y él guardaba el mágico reloj en el bolsillo.

viernes, 11 de noviembre de 2016

Un loco con ideas (Un reloj de bolsillo II)

El aparato era circular y del tamaño de una moneda. Estaba cerrado y tenía dibujos de relojes de arena en la cubierta trasera y en la delantera, los números y las agujas fijas: la de las horas estaba en el tres y la de los minutos, en el seis. Había tres manecillas en los laterales: dos en el derecho y una en el izquierdo. Tras accionar una de ellas, se abrió la uno de los lados y pudo ver el interior. Era espectacular. Cinco pequeñas circunferencias estaban dentro de la grande, pero con tal perfección que no se tocaban entre sí ni entorpecían los movimientos de las agujas de la principal.

-¿Por qué es tan extraño? ¿Qué marca cada una? –preguntó sorprendida, porque realmente nunca había visto nada igual.

-Porque permite viajar en el tiempo. De hecho, no estoy seguro de si es así, pero he seguido las instrucciones de un orfebre que hizo uno igual hace mucho tiempo… -hizo una pausa- aunque no se sabe si lo consiguió o no. Esa fue su última obra –la miró y sintió la misma extrañeza de antes y decidió omitir más detalles sobre la construcción del reloj-. Bueno, cada esfera señala una cosa: el día la de la esquina superior derecha; el mes, la de la izquierda; el año, la que está a la derecha del mecanismo principal; los segundos, la que está a la izquierda; el lugar, la de la parte de abajo; y las horas y los minutos los marca la esfera principal.

Ella no se creía lo que estaba viendo y escuchando.

-Se ha vuelto loco -pensó-. Si se oyera diría que habla otra persona. Y, ¿cómo pretendes que esto funcione? ¿Vas a desaparecer? –le dijo con un tono de burla temerosa porque siempre le había oído decir que no había nada peor que un loco con ideas… ¡y en ese momento lo era él!

-No lo sé –le respondió sinceramente-. Yo solo voy a programar el lugar, día, mes, año y hora a la que quiero llegar y apretaré la solitaria manecilla.

Mientras lo decía, accionó las agujas de la esfera mayor con la palanca que aún no había usado del lado derecho. Las puso a mediodía. Cuando estuvo listo, apretó una vez más y empezó a moverse la de los segundos hasta la misma posición. Luego la de los días, luego semanas y años hasta que quedó fijado el viaje para el 28 de marzo de 2016. El lugar fue fácil de establecer: Barcelona.

-¡Todo está listo! –exclamó feliz- Ahora solo he de apretar y viajaré para cambiar las cosas. No cometeré el mismo error otra vez –y sonrió.

-Pero, ¿de verdad quieres hacer esto? –le dijo ya con algo de pánico porque vio que iba en serio-. ¿Vale la pena cambiar todo por una palabra de más?

-Sí –respondió con frialdad-. No puedo modificar lo que yo querría porque solo puedo influir en mí mismo, no en los demás, así que sí. Hay cosas que no podré evitar, que ocurrirán, pero otras no. Yo voy a retocar estas. ¡Hasta la próxima!


Dichas estas palabras, accionó la palanca de la izquierda y, súbitamente, cerró los ojos, como si estuviera dormido o meditando. Por eso nadie se extrañó. Tampoco apreciaron los que veían esa escena cómo le cambió la cara a un blanco cadáver a la chica porque sabía que, si no se había equivocado, nada iba a ser igual y estaba contenta con la nueva situación. Con todas sus fuerzas rezó para que abriera los ojos. Pasó un segundo; luego, otro…

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Un reloj de bolsillo

Era un día otoñal en el que el frío viento movía las hojas caídas y avisaba de lo que se acercaba. La universidad, lugar dónde mucha gente de los alrededores pasaba las horas, estaba llena de vida: desde los alumnos con el reloj retrasado que siempre iban corriendo de aula en aula para, sin éxito, llegar a tiempo, hasta los que con una puntualidad británica estaban sentados en su sitio de clase con todo listo, pasando por los amantes de la libertad, del aire fresco y alérgicos a las habitaciones cerradas que se pasaban el día en el patio… aunque ese en concreto estaban cobijados entre las paredes de la cafetería con chocolates calientes y cervezas. Entre toda esta fauna, había uno que, si bien pertenecía a los dos primeros grupos, esta vez estaba escondido entre los últimos, en una mesa tranquila, mirando al infinito mientras jugaba a hacer girar con lo que parecía una moneda más ancha de lo habitual entre un café con leche fría y un croissant de chocolate. De fondo oía sin escuchar las conversaciones sobre un evento ocurrido en otro país que había sorprendido a todos: algo totalmente inesperado que iba a abrir un escenario mundial imprevisto.

Una brisa fría que se coló cuando una joven entró en el lugar le sacó de su ensimismamiento y levantó la mano izquierda para hacerle señas a la recién llegada. Esta, tras hacer lo mismo, se dirigió a la barra para pedirse un café solo. Iba tan elegante como siempre, de hecho, él no recordaba nunca haberla visto mal vestida. Con movimientos gráciles, con la taza en una mano y el bolso lleno en otra, cruzó la sala, llegó hasta la mesa, dejó su café delante del croissant y el bolso en una silla vacía y se sentó. En ese mismo momento, la supuesta moneda paró de rodar y, antes de que golpeara la mesa, él la cogió con la mano derecha, mientras la miraba a los ojos.

-Buenos días –dijo él con una sonrisa no acompañada por los ojos, que mostraban emociones contradictorias.

-¡Buenos días! –le respondió ella, radiante y sonriente-. Hacía mucho que no sabía de ti… ¿estabas enfadado? ¿Te ha pasado algo? –preguntó ella con extrañeza.

-No… -respondió él mirando la moneda-, he estado pensando, ordenando mi cabeza, descansando…

Ella no dijo nada porque sabía que había empezado a divagar y no quería interrumpir su discurso. Le conocía mejor de lo que él creía.

-…y he decido que quiero volver atrás en el tiempo y cambiar alguna cosa que ha pas…-estaba diciendo cuando ella hizo un movimiento ligero pero seco con la mano para cortarle.

-No digas eso, lo que te pasó no puedes cambiarlo –empezó ella a hablar-. Ha sido así y, por algún motivo, tenía que ocurrir. Sé que… -pero no terminó porque le dio un ataque de risa, probablemente porque más le valía reír que llorar.

-No, no, no –negó cuando ya se había calmado-. No hablo de eso –continuó fríamente-. Efectivamente, eso no puedo cambiarlo, pero no pienso ahora en ello. Hablo de nosotros. De lo que nos ha pasado. Quiero retroceder para cambiar algo que dije. Para evitar que saliera de mi bolígrafo una palabra de más en una tarde de encierro estudiantil de finales de marzo. Para no escribir la carta que nos hizo más mal que bien… 

Mientras decía esto había abierto su mano derecha. Lo que parecía una moneda, bien lejos de eso, era realmente un reloj de bolsillo muy especial.

domingo, 16 de octubre de 2016

¡Nunca caerás en el olvido!

Ya han pasado casi cinco meses desde que se fue, desde que pasó de acompañarnos en carne y hueso a hacerlo igual, pero espiritualmente; desde que empezó a caminar con nosotros a nuestro lado sin que podamos verlo. Ya han pasado cinco meses desde que mi padre se marchó y ahora, por fin, he encontrado la fuerza para escribir esto. Antes de continuar debo hacer dos avisos: primero, esto que sigue está inspirado en lo que mi hermano leyó el día del funeral de mi padre a lo que yo no pude añadir nada porque era perfecto; segundo, alternaré entre la primera persona del singular y del plural porque hablo en mi nombre y en el de aquellos que le queríamos.

¿Qué puedo decir de él? Fue una persona cariñosa, agradable, sonriente y que nunca dudó en echar una mano a quien le pidiera ayuda. Fue alguien que jamás se lo pensó dos veces en darlo todo por aquellos a quienes más quería. Aun cuando vivimos separados por los kilómetros que hay entre su casa y Barcelona, siempre se aseguró de que no nos faltara nada para poder tener una buena educación y crecer así como personas. Sí, gracias a él tuve unas oportunidades que me han marcado para siempre. A modo de ejemplo, él quiso que fuera a Irlanda a hacer varias estancias allí para aprender inglés y de ahí nació en mí un amor no solo por las lenguas extranjeras, sino  también por la bella isla. Curiosamente, ese fue el último viaje que compartimos, una semana en Irlanda, de la que solo traje buenos recuerdos. También me propuso él que fuera a Ginebra y Bremen, donde conocí a gente maravillosa y aprendí mucho. Eso, que es parte de mi educación académica y humana, se lo agradezco enormemente.

Ahora bien, eso no es todo, ni mucho menos. Algo tan nimio como ser siempre agradecido y querer a quienes me rodean con todo mi corazón y alma también lo aprendí de él. Estos valores así como la importancia del trabajo diario y el esfuerzo los adquirí de mi padre y no solo porque lo dijera, sino porque lo vi durante toda su vida. Siempre me enseñó a dar lo máximo de mí mismo en todo aquello que hiciera, a poner el máximo empeño para hacerlo perfecto.

Visto en retrospectiva, solo tengo palabras de agradecimiento para él. Gracias por haberme acompañado durante casi 22 años de mi vida. Gracias por haberme guiado por el camino en el que me encuentro ahora. Gracias por haber colaborado a que llegara a donde estoy proporcionándome una buena formación académica y dándome las oportunidades que me has brindado. Gracias por crear en mí inquietudes para aprender, escribir, leer; por enseñarme la importancia de ser responsable y constante, de ser buen amigo de mis amigos y cuidarles siempre. ¡Gracias por todo, papá!

No hace falta que lo diga, pero estoy seguro que sabe que en nuestro corazón nunca morirá, que siempre estará con nosotros caminando, que siempre nos guiará y, cuando la oscuridad cubra nuestra ruta a buen puerto, él hará de faro y nos dirá qué camino debemos tomar.

Por supuesto, tu marcha no fue un “adiós”, ni un “adieu”, sino un “hasta la vista” o “au revoir”, porque nos encontraremos de nuevo. Porque volveremos a estar todos reunidos de nuevo. Te queremos muchísimo.  Para terminar con este pequeño homenaje a mi padre, citaré a François Mauriac, que dijo una vez “la muerte no nos roba los seres amados. Al contrario, nos los guarda y nos los inmortaliza en el recuerdo”. Estoy totalmente de acuerdo: ¡qué gran verdad!


¡Hasta pronto, papá, nunca te olvidaremos!

domingo, 25 de septiembre de 2016

El Pasado vuelve o "¿Las matemáticas un pasatiempo? II"

Love Never Dies es la segunda parte del mítico musical The Phantom of the Opera. El clásico termina en la guarida del Fantasma bajo el edificio de la ópera con el Fantasma sentado en su trono cubierto por su capa y una joven Meg Giry levantándola y encontrando únicamente la máscara. El Fantasma se había desvanecido y todos creían que había desaparecido para siempre. Ahora bien, Love Never Dies prueba que no es así, que están todos equivocados: el Fantasma está vivo. De esta manera, en esta secuela, para Christine Daaé y su marido, el pasado vuelve a visitarles. Como no lo he visto, no puedo decir cómo termina, pero me sirve para introducir algo que, recientemente, me pasó a mí. Para introducir a un personaje que llevaba tiempo oculto, pero que tarde o temprano, iba a resurgir. No negaré que yo provoqué esto con ciertas preguntas que hice… Bueno, dejémonos de cháchara y vamos a la historia. Esto es lo que pasó…

Hace años, unos cuantos ya, cuando este blog no era más que un recién nacido, escribí esta entrada sobre un comentario que escuché, pero nunca llegué a saber el nombre de quien lo hizo… hmm o quizás sí, pero mi cerebro quiso que lo olvidara. Pasó el tiempo y cual estrella fugaz, me reencontré con esta persona, pero volví a guardar la información en un lugar tan escondido de mi cabeza, que no pude recuperarla cuando, hará un año, más o menos, le saqué el tema a un amigo, pero no recordaba nada. ¡Qué mala pata! Unos meses más tarde, él fue quien lo sacó, pero nadie recordaba el nombre, sí la historia de la entrada. Estaba escrito, nunca iba a saber quién era o cómo se llamaba la chica que afirmó que eran un pasatiempo… No obstante, el tiempo se ríe de nosotros y quiso que volviéramos a coincidir (¿es posible que interviniera la mano del hombre? ¡Quién sabe!). Pues eso, que el pasado me visitó.

La situación fue la siguiente, había estado yo disfrutando de los fuegos artificiales de La Mercè 2016 desde el puente que lleva al MareMagnum de Barcelona y me quise unir a quiénes me habían avisado de cuándo y dónde eran. Acabado el espectáculo y poco antes de irme después de haber fracasado en mi búsqueda, me dijeron dónde estaban y, contento, allí fui. Llegué y vi que su mesa era más grande de lo esperado y con más gente de la que yo contaba. Mientras cogía una silla y me sentaba analicé las caras: la mayoría me sonaban bastante –aunque quizás no pudiera ponerles nombre a todas- y dos eran casi totalmente desconocidas. Creo que a una la había visto en una de las fiestas/reuniones de amigos de la gran y mítica anfitriona de Vía Augusta con Amigó, pero la otra… la cara de la otra… sabía que la había visto antes: ¿en un sueño? ¿En un momento pasado? Ni idea, no dejaba de ser un fantasma. Rápidamente, alguien presentó a la que ya me sonaba y, a la vez, alguien trajo el pasado de vuelta: “¿recuerdas que me preguntaste quién afirmó que las matemáticas del social era un pasatiempo? ¿La reconoces en esta mesa?” La chica de la cara perdida en el tiempo empezó a reír. Entonces, comprendí. Fue ella. Alguien del pasado había vuelto y aparecido en mi presente. Muchas risas. Después de hablar un rato, saber qué había sido de todos los de la mesa, pues había algunos de los que no sabía nada desde hacía tiempo, y recordar anécdotas perdidas en las arenas del tiempo, acepté que, en cierto sentido, ella siempre había tenido razón: las matemáticas del social podían ser perfectamente vistas como un pasatiempo para los del tecnológico.


Para poner un punto final a esto, fue un placer haberme encontrado con todos vosotros el sábado noche y poder terminar esta historia para que se quede en una mera anécdota. ¡Gracias a todos y fue un placer veros a todos! ¡Hasta la próxima!

sábado, 20 de agosto de 2016

15.08.2016: The Corrs live in Cap Roig

Estábamos en los magníficos jardines botánicos de Cap Roig, un lugar único en el que la contaminación lumínica brilla por su ausencia. La noche era clara: no había ninguna nube en el cielo y la luz de la Luna casi llena iluminaba casi tanto como el alumbrado del recinto. Se podían palpar los nervios. “Les anunciamos que el concierto empezará en 10 minutos” se oyó. La gente empezó a abandonar la zona de cena-pica-pica. Números impares por el lado derecho, pares y presidencia por el izquierdo. “Les anunciamos que el concierto empezará en 5 minutos”. Los espectadores retrasados se arremolinaban en los sitios de espera para que las azafatas les guiaran hasta sus asientos mientras que los que se habían equivocado de lado cruzan las gradas por debajo.  Tocaron las 22h en Calella de Palafrugell: “El concierto está a punto de empezar”. Ya estaba todo el mundo sentado y en el escenario los de la organización echaron un último vistazo para asegurarse de que no faltara nada: los dos tin whistles de Andrea en su micro, guitarras y bajos, el violín de Sharon, el teclado, una de las guitarras de Jim y la elevada batería de Caroline. Todo estaba listo.

Así empezó el concierto

Pasaban pocos minutos cuando, con el escenario vacío, se hizo la oscuridad. Aumentaron los nervios entre el público: estaba a punto de empezar. Pulverizaron agua. El público entrevió movimientos en el negro escenario. Soplaba el viento y movía el telón de fondo. ¿Será eso lo que hemos visto? Nos preguntamos. ¡No! Estamos seguros de que eran personas en el escenario. Empezaron los aplausos. “Jim” gritó alguien en las primeras filas. Se escuchó música profunda y unos platillos. Se iluminó tenuemente la batería en el mismo instante en que esta empiezó a sonar. Durante unos segundos, la situación no cambió: un misterioso baterista estaba tocando, pero seguía en la penumbra. Aumentó el ritmo y terminó el misterio. Focos laterales y superiores de luces blancas iluminaron de manera intermitente a Caroline Corr demostrando su dominio sobre la batería. El guitarrista, Anthony Drennan, y el bajista, Keith Duffy, ya estaban colocados uno a cada lado de Caroline. Jim, en su teclado. Continuó el solo de batería hasta que, repentinamente, paró y se apagó de nuevo la luz. Entonces, sonaron los primeros acordes de “I do what I like”, canción del nuevo álbum White Light, con el escenario iluminado de azul cuando Sharon entró en escena cruzando el escenario saludando y sonriendo. Entró la batería a la canción y, cuando empezaron las primeras voces, apareció, como si flotara, Andrea dando saltos pequeños hasta el micrófono. Estaban allí. Era cierto. Los cuatro hermanos de Dundalk estaban allí y su música. Era un sueño hecho realidad.


The Corrs cantando "I do What I Like"

Terminada la canción, Andrea se nos dirigió en catalán agradeciendo que estuviéramos allí y deseando que disfrutáramos mucho del concierto. Acto seguido, cambió al inglés para expresar su admiración por el sitio y por la noche que había quedado. Consiguió que, durante unos segundos, todo el público mirara la Luna casi llena al decir que era increíble poder tocar con una Luna tan bonita. Siguieron con un clásico suyo “Give me a reason” y después con la primera canción en la que el violín de Sharon hizo más bien de fiddle: la gran “Forgiven not forgotten”. A continuación, volvieron con un tema de White Light, “Bring on the night”, profundo y triste por hablar de pérdidas aunque con un toque de esperanza por saber que habrá un reencuentro con los que no están.

“Yeah bring on the night, I don't care
Turn on the dark, I'm not scared
Spirit money to a flame
Ask that I'll see you again (that I'll see you again)
Yeah bring on the night, I don't care
Turn on the dark, I'm not scared
Wherever it is you left me behind
I'll follow you down the path of my broken heart”

Después tocaron la canción que presentaron en el DVD del MTV Unplugged de 1999: “Radio”.


Fragmento de "Radio"

Empezó entonces lo que yo considero como segunda parte del concierto. La más íntima, la más irlandesa, aquella en la que más se abrieron al público. Esta empezó con el anclaje de dos clásicos instrumentales, “Lough Erin Shore” y “Joy of Life”, en los que Caroline cambió la batería por la caja y el bodhrán, la voz de Andrea se cambió por el sonido del tin whistle y el violín de Sharon pasó a ser un fiddle. 


"Lough Erin Shore & Joy of Life"

Después llegó el turno del clásico entre los clásicos de The Corrs: los hermanos cantaron y tocaron, mano a mano, “Runaway”. Esta es una de las canciones más melodiosas que tienen y la que fue su primer single. Los hermanos nos animaron dieron su beneplácito para cantar parte del estribillo: ¡cantar junto a The Corrs, quién me lo iba a decir!

La siguiente fue “With me stay”, que además de canción, como dijo Andrea, era una oración. Ésta está dedicada a sus padres, ya fallecidos los dos. La canción, que fue emotiva porque nos llegó a todos –en mi caso, hasta el corazón por el fallecimiento de mi padre hace ya casi tres meses-, nos mostró como Andrea, además del tin y las voces, también, con mucho arte, toca el ukelele.  

“Let love light your way
Forever always with me stay
I'll live while I'm alive
Forever always with me stay
With me stay”

The Corrs justo antes de empezar a tocar With Me Stay

Esta fue seguida por “Ellis Island”, canción que toca una temática de rabiosa actualidad, las migraciones –aunque en este caso hablaba de los irlandeses que se fueron a los Estados Unidos y que eran recibidos por la Estatua de la Libertad en Ellis Island-.

“We'll grow up together
Far away from home
Crossed the sea and ocean
To the land of hope (…)
Thanking Ellis Island
Thank you, USA (…)
Every man and woman
Every girl and boy (…)
Sing a song of hope
Sing for us together
Sing we're not alone
Sing we'll go back someday”

Esta parte terminó con “Buachaill On Eirne”, una canción tradicional irlandesa que cantaron en gaélico irlandés de su álbum Home (2005) que estaba en un libro de canciones tradicionales que tenía su madre.

Aquí empezó la parte final del concierto. Aquí volvieron de la mística Irlanda a la Europa moderna y nos ahorraron el estar sentados todo este rato. Primero, con el famoso “Only When I sleep”, seguido por la maravillosa “Queen of Hollywood”. Después le tocó el turno a otro tema de White Light, “Kiss of Life”, y recuperaron el cover de Fleetwood Mac, “Dreams”, la alegre –a pesar de lo que explica- “I never loved you anyway” y terminaron con una canción sobre la energía y la juventud: “So Young”.

“And it really doesn't matter that we don't eat
And it really doesn't matter if we never sleep
No it really doesn't matter, really doesn't matter at all
‘Cause we are so young now, we are so young, so young now
And when tomorrow comes, we can do it all again”

Así se despidieron del público y abandonaron el escenario. Pero la gente, que no habíamos tenido suficiente y queríamos todavía más, les aclamamos y aplaudimos para que volvieran. Sin dudarlo, lo hicieron manteniendo el ritmo con el que habían abandonado el escenario. Tres grandes temas nos regalaron. Primero, de White Light, “White Light”, la canción del álbum que había supuesto su retorno a los escenarios. La segunda, una de las más conocidas en España, “Breathless”. Para cerrar el concierto, nos enseñaron –como ya hicieron años atrás- cómo juntar el ritmo tradicional irlandés con la música moderna con una magnífica versión de “Toss the Feathers”. 

Sharon, Andrea, Caroline (fondo) y Jim Corr tocando Toss the Feathers

¿Qué sentí yo en este concierto? Fue algo espectacular, inigualable e increíble. Sin duda alguna, uno de los mejores conciertos en los que he estado. La espera de casi 10 años ha valido muchísimo la pena. Además, para que negarlo, gracias a eso, los fans hemos estado más ávidos de The Corrs y hemos disfrutado muchísimo más. Los hermanos han vuelto a demostrar que son músicos de verdad y que, para ellos, los vídeos de fondo o el espectáculo están en segundo plano. Ellos, únicamente con sus instrumentos –y aquí incluyo, sin dudarlo, la voz- son capaces de hacer magia, de hacer rugir a todo el público, de hacerlos levantarse de las sillas en un momento, en el siguiente hacerles pensar en aquellos que les han dejado y luego transportarles a bosques y pastos –y, por qué no, a algún pub también- de su amada patria, Irlanda. 

Andrea parecía que volara por el escenario con los saltos y vueltas que daba. Cualquiera diría que era una hada salida de un bosque frondoso de los valles de Wicklow. 

Andrea Corr 
Sharon demostró que era la reina del fiddle, que las cuerdas no podían resistirse ni a sus dedos ni al arco dominado por ella. 

Sharon Corr

Caroline nos enseño su poder sobre los instrumentos de percusión y su dominio sobre ellos, tanto cuando acompañaba a sus hermanos, como cuando hacía solos.

Caroline Corr
Jim completó la magia con guitarras y teclado. Nos permitieron viajar en el tiempo, por el mundo y a nuestro interior en dos horas. 
Jim Corr
Fue mágico. Además de ser muy cercanos y amigables, no solo por agradecer todo en catalán, castellano e inglés, sino también por salir a firmar autógrafos y a hacerse fotos después del concierto. Aunque algunos nos tuviéramos que ir antes y nos quedáramos sin esa foto o firma, en realidad quisimos regalarnos una excusa para poder ir a verles cuando hagan una nueva gira con su próximo álbum (¡que lo habrá!). 

Yo con The Corrs de fondo

Muchísimas gracias a The Corrs y a los organizadores del Festival de Cap Roig por haber hecho posible este espectáculo vivido la pasada noche del 15 de agosto de 2016.



martes, 5 de julio de 2016

¡Graduados!

Hace más o menos cuatro años -¿cuatro ya? ¡Cómo vuela el tiempo!- me dijeron que podía estudiar en Derecho en la Universidad Pompeu Fabra, en Barcelona. Hace cuatro años, en un julio igual de caluroso que este, fui a matricularme. Era la tercera vez que entraba en el recinto de la universidad, solo que esta vez no era ni para dar una calculadora ni para asistir a la graduación de mi hermano, sino para empezar una nueva etapa en mi vida.

Estuve un rato largo haciendo cola y mis nervios aumentaban minuto a minuto. Cada vez estaba más cerca. Finalmente, llegó mi turno. Di mi nombre, comprobaron que efectivamente estuviera entre los admitidos y me pidieron que sacara un papel de una urna de cristal que había allí. “¿Para qué es?” pregunté. “Para saber en qué grupo estarás”. Sin darle mucha importancia, hice caso y, entre otros números, estaba escrito 02. Así, por azar o por obra del destino, se me asignó el grupo de compañeros con los que viviría, principalmente, los cuatro años de carrera. El grupo en el que conocería a gente que ahora parece que sean compañeros de toda la vida.


El grupo 2 casi en su totalidad (Foto de Natia Kardava)

Foto de parte del Grupo 2 (Foto de Alumni UPF)

¿Qué me llevo de este tiempo? Primero, los momentos. Desde los más simples e inofensivos minutos previos a empezar una clase en los que nos solíamos encontrar siempre los mismos, hasta las largas horas de encierro en la biblioteca, el Dipòsit de les Aigües –el templo del conocimiento, la catedral de la sabiduría-, pasando por las pausas, los descansos, las quedadas para hacer seminarios y las horas en la cafetería comiendo o, simplemente, viendo el tiempo pasar. Segundo, las experiencias, tanto en el ámbito universitario más estricto, como exponer trabajos ante un público en su mayoría desconocido, como en uno algo más distendido, como ha sido presentar a la Associació d’Estudiants Thomas More, de la que con mucho orgullo soy miembro, en las conferencias que esta organizaba.

Tercero, algo que entraría en todas las categorías pero que debo reservarle una individual: el Erasmus. Esta ha sido la experiencia que más huella me ha dejado y de la que tengo recuerdos que me acompañarán siempre. Ese magnífico trimestre y medio que pasé en Ginebra. Este sí que fue algo inolvidable: no solo por los momentos allí vividos, como la primera experiencia de vida fuera de una familia –pues antes siempre había estado con familias, aunque fueras desconocidas-, sino también por los amigos allí hechos: gente con la que he mantenido el contacto hasta el punto de llegar a viajar para reencontrarnos.

Parte de "The Cookies" -(izquierda a derecha) Agathe, Gloria, Ferran, Rachel y yo- en Gràcia (Foto de Gloria Bonmatí)

(Izquierda a derecha) Irini, Clàudia, Rachel, Agathe, Ferran, Pauline, Gloria y yo en la mitad de la subida al Mont Salève, junto a Ginebra (Foto de Rachel Louise Turner)


Cuarto y último, pero no por ello menos importante –lo bueno se guarda para el final, ¿no?-, los amigos y compañeros. Esta nueva familia que me dio el azar –o el sabio señor destino- al hacer que sacara ese papel en concreto y no el del anterior o posterior, que fueron a otros grupos. Aquí, en esta categoría, incluyo también a todos aquellos que eran de otros años del grado en Derecho, a los que estudian otras carreras y a aquellos que vinieron a Barcelona en su intercambio, estuvieron solo unos meses, pero que aún así me han marcado profundamente -tanto como los compañeros de mi tiempo en el intercambio-. Este grupo con el que he vivido intensamente los momentos y experiencias descritas y aquellas que se quedan en el tintero, pero que viven para siempre en mi mente. Esta gente de la que no puedo sino enorgullecerme y con la que espero seguir encontrándome en los años venideros. Esta gente a la que considero mi familia elegida.

(izquierda a derecha) Francesc, Gemma, Marta, Abel, Cristina, Dayana, yo, Claudia, Núria y Carlos

(derecha a izquierda) Carlos, Francesc, Abel, Rebeca y yo
Miembros integrantes del llamado Grupo 1,5 (Fotos de Alumni UPF y Carlos Camarasa)


Grupo del Prácticum en Oficinas Judiciales -(izquierda a derecha) Ferran, Anna, yo e Ivana- (Foto de Ivana Prats)

Marta y yo (Foto de Abel González)

Dayana, Claudia y yo (Foto de Claudia)

Francesc, Carlos y yo (Foto de Rafa Martínez)


Natia, la super delegada, y yo (foto de Rafa Martínez)

Francesc, Laia y yo (foto de Laia Mas)

Xavi, Jorge y yo (Foto de Jorge Fort)

Ahora, ya estamos graduados. Hace cuatro años, nos embarcamos en una travesía en la que hemos sobrevivido a tempestades huracanadas y a calmas chichas; en la que hemos tenido momentos con el viento en popa en los que íbamos a toda vela y otros en los que las velas han tenido que ser izadas para que la velocidad a la que íbamos no destrozase nuestro navío. No obstante, ahora hemos llegado a buen puerto. Hemos llegado al final del camino y hemos vuelto a tierra. Ahora, cada uno debe continuar sus pasos. Es muy probable, que algunos tomemos de nuevo el mismo barco y sigamos años juntos, mientras que otros tomarán otras rutas. Ha sido un placer compartir con todos vosotros este camino.


Rafa, mi hermano, y yo (Foto de Andrea Canovas)

No puedo evitar terminar haciendo una mención especial a nuestros seres queridos, tanto los que están como los que nos han dejado, que, sin duda alguna, han sido un apoyo gracias al cual hemos podido llegar hasta aquí.

domingo, 20 de marzo de 2016

El Leprechaun de Glendalough

Érase una vez un jinete que cabalgaba sobre un caballo blanco entre los bosques del Condado de Wicklow, en el corazón del Reino de Leinster. Estos eran verdes, profundos y frondosos. Los pájaros cantaban aquel día porque era extrañamente claro, en vez de oscuro, nublado y lluvioso. Galopaba por los caminos que llevaban de la costa hacia el castillo de Kilkenny, hogar de su familia, cuando llegó a las ruinas de una antigua comunidad monástica en un valle con dos lagos, conocido como Glendalough.

Los edificios eran todos de piedra y madera. Ató su caballo en el muro exterior y lo saltó. Caminó entre los edificios abandonados –y algunos sin techo- y llegó hasta la iglesia, que aún conservaba la campana en un pequeño campanario. Desenvainó la espada que tenía en el costado empujó la puerta de madera y entró. Era muy alta y tenía unos grandes ventanales en el lado opuesto por los que entraba tanta luz que no había ninguna sombra en el edificio más que la propia del caballero. Caminó hacia el antiguo altar y vio que en suelo había unas lápidas con los nombres de los antiguos abades: Brendan MacAllistair, Colmcille O’Neill, Séan O’Callahan… Cuando llegó al ábside, se giró y contempló el interior del edificio iluminado: había estatuas en las paredes laterales. El caballero contó veintiuna: los apóstoles, santos de otras regiones y santos irlandeses: San Patricio, San Columba, San Brandan “el Navegante” y San Kevin, fundador de la comunidad. Paseó un poco más por el interior admirando la belleza de las esculturas y salió de nuevo.

En las ruinas, a unos metros de distancia, se levantaba la gran torre redonda de unos diecinueve metros de altura. Estaba hecha de piedra y la entrada, que era estrecha, estaba cinco metros sobre el suelo. En la parte de arriba, bajo el tejado cónico, había cuatro ventanas que miraban a los cuatro puntos cardinales y desde las que se podía ver todo lo que ocurría en el valle. Allí, en la repisa de la apertura que miraba al oeste había un pequeño ser sentado, con una pierna dentro y la otra fuera, que estaba arreglando unas botas de montar. El hombrecillo vestía con una chaqueta verde brillante, calzas del mismo color, un grueso cinturón negro, unos zapatos negros con grandes hebillas de plata y un sombrero de copa verde claro. Tap-tap-tap hacía su pequeño martillo al golpear las botas y por ello no escuchó ni al caballo ni al caballero pasear por las ruinas. Pero el joven caballero sí que oyó los ruidos y caminó silencioso hacia la base de la torre. Miró la pierna que salía de la ventana y la reconoció: ¡¡era de un leprechaun!!

“Si lo capturo” se dijo el joven, “me podrá llevar al caldero lleno de oro que esconde al final del Arcoíris”.

Entonces ideó un plan: desde donde estaba, iba a lanzar una piedra a la campana de la iglesia y, si el golpe hacía bastante ruido, el leprechaun se asustaría y caería en sus manos. Así, le podría obligar a que le entregase su caldero y se convertiría en un conde más rico que el rey, pues el caballero, Brian, era el hijo del Conde de Kilkenny, vasallo del rey de Leinster.

Cogió con la derecha una piedra del tamaño de su mano, la lanzó y golpeó con gran fuerza la campana de manera que el sonido se escuchó por todo el valle. El duendecillo, sobresaltado por el ruido, no pudo aguantar el equilibrio y cayó hacia el suelo, pero, en lugar de chocar, cayó en manos de Brian.

“¡Ja! ¡Te tengo!” exclamó con alegría. “Ahora, pequeño leprechaun, llévame hacia el tesoro que escondes en tu caldero” le ordenó.

“¿Cómo te atreves, humano insolente?” le respondió con voz aguda. “Me llamo Fergus, no pequeño leprechaun. No pienso llevarte a mi caldero: ¡es mío! Y tú ya tienes muchas riquezas. ¡Eres el hijo mayor del conde!”

“¿Y qué más da eso, Fergus? ¡Pequeño leprechaun, te ordeno que me lleves hasta el oro ahora!” dijo imperativamente, sabiendo que no podría negarse.

Enfadado, Fergus empezó a caminar hacia la entrada de la iglesia porque allí había aparecido el arcoíris. Pero, listo como era, sabiendo que aquel que le ha capturado no puede apartar la mirada de él porque si lo hace, desaparecerá, ideó un plan para librarse del joven hijo del conde. El leprechaun chutó una piedra que hizo ruido al chocar contra un trozo de hierro que había en el suelo. Brian giró la cabeza para ver qué había pasado y, cuando se dio cuenta, volvió a mirar el lugar donde Fergus había estado, pero había desaparecido.

“¡¿Cómo he podido dejar que se me escapase?! ¡¿Cómo no me he acordado que no puedo apartar la vista del leprechaun porque si no, se escapa?!” se lamentó Brian pues había sido descuidado por su curiosidad.


Caminó hacia el caballo que tenía atado en el muro exterior, montó y siguió su camino hacia el castillo. Y así fue como Brian, hijo del conde de Kilkenny, cuando pasó por las ruinas de Glendalough, se cruzó con Fergus el leprechaun y, por un descuido, lo perdió, por avaricioso y curioso, tanto a él como a su caldero y su oro. 

martes, 15 de marzo de 2016

El Sirviente

“¿Qué haces aquí, Sally?” preguntó Leary, recuperado del sobresalto por la misteriosa aparición. “Pensaba que estarías en las celebraciones Deis como hija de noble que eres…”

Sally le echó una mirada furiosa

“Psé, ya estoy harta de esas fiestas: todas son iguales. Los hombres comen y beben, mientras las mujeres cuchichean como verduleras y están pactando bodas para nosotras, las jóvenes, que hemos de estar aguantando las miradas lascivas y ávidas de los comensales” explicó ella con amargura. Entonces puso una cara risueña “yo prefiero ir a buscar a futuros druidas solitarios y hablar con ellos. Así me siento más…” y se quedó pensativa.

“… buena persona” terminó Leary.

“Puede ser, je, je, je” rió ella. “Me han dicho que en el campamento Udalh hay esta noche un cuentacuentos muy bueno. ¿Quieres ir a escucharle? ¡Cuentan que es un hombre de la isla de Alba que se conoce todas las historias y leyendas de Thule!”

Leary abrió los ojos como platos. Esa podía ser su oportunidad de conocer la historia de la misteriosa fortaleza maldita.

“¡Me parece una idea genial! Es mejor que mi plan…” dijo intentando, sin éxito, no parecer tan ilusionado como estaba.

“Sí, claro que es mejor que no hacer nada en el campamento mirando el horizonte” le cortó ella con una sonrisa maligna. Él la fulminó con la mirada.

“Pero, ¿cómo quieres que nos colemos?” preguntó Leary, que sabía que no podían mezclarse entre reinos antes de la fiesta de final del Consejo, salvo algunos que sí tenían permiso.

“Con tu capa de aprendiz de druida de nuestro pueblo no pasaremos muy desapercibidos, eso es indudable” dijo Sally mientras sacaba del interior de su capa un bulto de tela. “Toma, cógela y póntela” y se lo lanzó.

Leary lo atrapó y lo desplegó. Era una capa como la suya, pero sin ornamentos de la nobleza deis. Esto era lo que daba libertad para pasear: los nobles, como los druidas, podían deambular tranquilamente por cualquier parte de la pequeña, ahora rebosante, ciudad durante los Consejos. El resto de personas no podían, salvo que acompañasen a alguien que sí tenía ese permiso.

“¿De quién es esta capa?” preguntó inquisitivamente y alucinado.

“Sí, es de quien tú piensas” respondió, que lo conocía tan bien que casi podía leer su mente solo con mirarle a los ojos. “Es la capa de uno de los sirvientes de mi padre” y calló unos segundos. “Si quieres llegar antes de que empiece con la primera historia, más vale que te cambies la capa y nos vayamos” dijo Sally mientras se levantaba y se dirigió hacia la puerta por la que había entrado al campamento de los druidas.

Rápidamente, Leary se quitó la capa druídica, la plegó y cuidadosamente la guardó en su fardo. Salió de la tienda mientras se ponía la de sirviente y alcanzaba a la sombra verde oscura de Sally que ya estaba fuera del campamento, de camino a la zona de la ciudad ocupada por los udalhenses.


martes, 19 de enero de 2016

El aprendiz solitario

Generalmente, los aprendices debían acudir con los druidas a todas las reuniones del Consejo. Pero en la de aquella noche, excepcionalmente, los habían excluido  porque iba a tratar sobre la única prueba común en todas las escuelas druídicas de Thule para convertirse en druida: la Búsqueda. Esto era así porque se mantenía en secreto su forma hasta la víspera del evento. Por eso, estaban todos felizmente con sus amigos contándose historias, en los banquetes o luciéndose en duelos para ganarse el corazón de las chicas que miraban como entrechocaban los aceros. El hidromiel había mermado la destreza de casi todos y ellas disfrutaban con el ridículo que algunos hacían.

El campamento druídico deisiano, no obstante, no estaba desierto. Solo un aprendiz seguía allí. Estaba en la puerta de su tienda, medio dentro, medio fuera, sentado y encapuchado. Con pausa, deslizaba un pañuelo sobre la hoja de su daga para limpiarla, pero ya hacía rato que la Luna llena se reflejaba allí nítidamente. Tenía la mirada fija en el horizonte. Cualquiera que mirara en su misma dirección, no distinguiría negro sobre negro. Pero él, sí. Gracias a la blanquecina luz que venía del cielo, él veía los contornos de la misteriosa fortaleza maldita. Aquel castillo que no podía quitarse de la cabeza. Aquel del que ardía en deseos de saber más.

“¿Por qué estará maldita? ¿De dónde han salido esa piedra tan especial con la que la han construido? ¡Aquí no hay! Tampoco suelen construir este tipo de fortificaciones… ¿por qué aquí sí, donde no vive nadie, y no en las capitales de los reinos thulianos?”

Estaba tan absorto por las preguntas y su mente estaba tan lejos del campamento de los druidas que ni oyó ni percibió una figura encapuchada, vestida de verde y con una coleta negra que le caía por el lado derecho de la capucha que se acercó a su tienda.

“¡Hola, Leary!” dijo una voz femenina.

El aprendiz se sobresaltó, se levantó de un salto y esgrimió la espada en dirección a la voz de la persona que se había acercado. En cuanto la reconoció, bajó el arma y esbozó una sonrisa suave.


“¡No me lo creo: te he pillado desprevenido!” dijo ella riendo. “¿En qué estabas pensando? Hmm o mejor ¿en quién?” y le lanzó una mirada pícara después de guiñarle el ojo derecho y seguir riendo.