Érase
una vez un jinete que cabalgaba sobre un caballo blanco entre los bosques del
Condado de Wicklow, en el corazón del Reino de Leinster. Estos eran verdes,
profundos y frondosos. Los pájaros cantaban aquel día porque era extrañamente
claro, en vez de oscuro, nublado y lluvioso. Galopaba por los caminos que
llevaban de la costa hacia el castillo de Kilkenny, hogar de su familia, cuando
llegó a las ruinas de una antigua comunidad monástica en un valle con dos lagos,
conocido como Glendalough.
Los
edificios eran todos de piedra y madera. Ató su caballo en el muro exterior y
lo saltó. Caminó entre los edificios abandonados –y algunos sin techo- y llegó
hasta la iglesia, que aún conservaba la campana en un pequeño campanario.
Desenvainó la espada que tenía en el costado empujó la puerta de madera y
entró. Era muy alta y tenía unos grandes ventanales en el lado opuesto por los
que entraba tanta luz que no había ninguna sombra en el edificio más que la
propia del caballero. Caminó hacia el antiguo altar y vio que en suelo había
unas lápidas con los nombres de los antiguos abades: Brendan MacAllistair,
Colmcille O’Neill, Séan O’Callahan… Cuando llegó al ábside, se giró y contempló
el interior del edificio iluminado: había estatuas en las paredes laterales. El
caballero contó veintiuna: los apóstoles, santos de otras regiones y santos
irlandeses: San Patricio, San Columba, San Brandan “el Navegante” y San Kevin,
fundador de la comunidad. Paseó un poco más por el interior admirando la
belleza de las esculturas y salió de nuevo.
En
las ruinas, a unos metros de distancia, se levantaba la gran torre redonda de
unos diecinueve metros de altura. Estaba hecha de piedra y la entrada, que era
estrecha, estaba cinco metros sobre el suelo. En la parte de arriba, bajo el
tejado cónico, había cuatro ventanas que miraban a los cuatro puntos cardinales
y desde las que se podía ver todo lo que ocurría en el valle. Allí, en la
repisa de la apertura que miraba al oeste había un pequeño ser sentado, con una
pierna dentro y la otra fuera, que estaba arreglando unas botas de montar. El hombrecillo
vestía con una chaqueta verde brillante, calzas del mismo color, un grueso
cinturón negro, unos zapatos negros con grandes hebillas de plata y un sombrero
de copa verde claro. Tap-tap-tap hacía su pequeño martillo al golpear las botas
y por ello no escuchó ni al caballo ni al caballero pasear por las ruinas. Pero
el joven caballero sí que oyó los ruidos y caminó silencioso hacia la base de
la torre. Miró la pierna que salía de la ventana y la reconoció: ¡¡era de un leprechaun!!
“Si
lo capturo” se dijo el joven, “me podrá llevar al caldero lleno de oro que
esconde al final del Arcoíris”.
Entonces
ideó un plan: desde donde estaba, iba a lanzar una piedra a la campana de la
iglesia y, si el golpe hacía bastante ruido, el leprechaun se asustaría y caería en sus manos. Así, le podría
obligar a que le entregase su caldero y se convertiría en un conde más rico que
el rey, pues el caballero, Brian, era el hijo del Conde de Kilkenny, vasallo
del rey de Leinster.
Cogió
con la derecha una piedra del tamaño de su mano, la lanzó y golpeó con gran
fuerza la campana de manera que el sonido se escuchó por todo el valle. El
duendecillo, sobresaltado por el ruido, no pudo aguantar el equilibrio y cayó
hacia el suelo, pero, en lugar de chocar, cayó en manos de Brian.
“¡Ja!
¡Te tengo!” exclamó con alegría. “Ahora, pequeño leprechaun, llévame hacia el tesoro que escondes en tu caldero” le
ordenó.
“¿Cómo
te atreves, humano insolente?” le respondió con voz aguda. “Me llamo Fergus, no
pequeño leprechaun. No pienso
llevarte a mi caldero: ¡es mío! Y tú ya tienes muchas riquezas. ¡Eres el hijo
mayor del conde!”
“¿Y
qué más da eso, Fergus? ¡Pequeño leprechaun,
te ordeno que me lleves hasta el oro ahora!” dijo imperativamente, sabiendo que
no podría negarse.
Enfadado,
Fergus empezó a caminar hacia la entrada de la iglesia porque allí había
aparecido el arcoíris. Pero, listo como era, sabiendo que aquel que le ha
capturado no puede apartar la mirada de él porque si lo hace, desaparecerá,
ideó un plan para librarse del joven hijo del conde. El leprechaun chutó una piedra que hizo ruido al chocar contra un
trozo de hierro que había en el suelo. Brian giró la cabeza para ver qué había
pasado y, cuando se dio cuenta, volvió a mirar el lugar donde Fergus había
estado, pero había desaparecido.
“¡¿Cómo
he podido dejar que se me escapase?! ¡¿Cómo no me he acordado que no puedo
apartar la vista del leprechaun
porque si no, se escapa?!” se lamentó Brian pues había
sido descuidado por su curiosidad.
Caminó
hacia el caballo que tenía atado en el muro exterior, montó y siguió su camino
hacia el castillo. Y así fue como Brian, hijo del conde de Kilkenny, cuando
pasó por las ruinas de Glendalough, se cruzó con Fergus el leprechaun y, por un descuido, lo perdió, por avaricioso y curioso,
tanto a él como a su caldero y su oro.