domingo, 20 de marzo de 2016

El Leprechaun de Glendalough

Érase una vez un jinete que cabalgaba sobre un caballo blanco entre los bosques del Condado de Wicklow, en el corazón del Reino de Leinster. Estos eran verdes, profundos y frondosos. Los pájaros cantaban aquel día porque era extrañamente claro, en vez de oscuro, nublado y lluvioso. Galopaba por los caminos que llevaban de la costa hacia el castillo de Kilkenny, hogar de su familia, cuando llegó a las ruinas de una antigua comunidad monástica en un valle con dos lagos, conocido como Glendalough.

Los edificios eran todos de piedra y madera. Ató su caballo en el muro exterior y lo saltó. Caminó entre los edificios abandonados –y algunos sin techo- y llegó hasta la iglesia, que aún conservaba la campana en un pequeño campanario. Desenvainó la espada que tenía en el costado empujó la puerta de madera y entró. Era muy alta y tenía unos grandes ventanales en el lado opuesto por los que entraba tanta luz que no había ninguna sombra en el edificio más que la propia del caballero. Caminó hacia el antiguo altar y vio que en suelo había unas lápidas con los nombres de los antiguos abades: Brendan MacAllistair, Colmcille O’Neill, Séan O’Callahan… Cuando llegó al ábside, se giró y contempló el interior del edificio iluminado: había estatuas en las paredes laterales. El caballero contó veintiuna: los apóstoles, santos de otras regiones y santos irlandeses: San Patricio, San Columba, San Brandan “el Navegante” y San Kevin, fundador de la comunidad. Paseó un poco más por el interior admirando la belleza de las esculturas y salió de nuevo.

En las ruinas, a unos metros de distancia, se levantaba la gran torre redonda de unos diecinueve metros de altura. Estaba hecha de piedra y la entrada, que era estrecha, estaba cinco metros sobre el suelo. En la parte de arriba, bajo el tejado cónico, había cuatro ventanas que miraban a los cuatro puntos cardinales y desde las que se podía ver todo lo que ocurría en el valle. Allí, en la repisa de la apertura que miraba al oeste había un pequeño ser sentado, con una pierna dentro y la otra fuera, que estaba arreglando unas botas de montar. El hombrecillo vestía con una chaqueta verde brillante, calzas del mismo color, un grueso cinturón negro, unos zapatos negros con grandes hebillas de plata y un sombrero de copa verde claro. Tap-tap-tap hacía su pequeño martillo al golpear las botas y por ello no escuchó ni al caballo ni al caballero pasear por las ruinas. Pero el joven caballero sí que oyó los ruidos y caminó silencioso hacia la base de la torre. Miró la pierna que salía de la ventana y la reconoció: ¡¡era de un leprechaun!!

“Si lo capturo” se dijo el joven, “me podrá llevar al caldero lleno de oro que esconde al final del Arcoíris”.

Entonces ideó un plan: desde donde estaba, iba a lanzar una piedra a la campana de la iglesia y, si el golpe hacía bastante ruido, el leprechaun se asustaría y caería en sus manos. Así, le podría obligar a que le entregase su caldero y se convertiría en un conde más rico que el rey, pues el caballero, Brian, era el hijo del Conde de Kilkenny, vasallo del rey de Leinster.

Cogió con la derecha una piedra del tamaño de su mano, la lanzó y golpeó con gran fuerza la campana de manera que el sonido se escuchó por todo el valle. El duendecillo, sobresaltado por el ruido, no pudo aguantar el equilibrio y cayó hacia el suelo, pero, en lugar de chocar, cayó en manos de Brian.

“¡Ja! ¡Te tengo!” exclamó con alegría. “Ahora, pequeño leprechaun, llévame hacia el tesoro que escondes en tu caldero” le ordenó.

“¿Cómo te atreves, humano insolente?” le respondió con voz aguda. “Me llamo Fergus, no pequeño leprechaun. No pienso llevarte a mi caldero: ¡es mío! Y tú ya tienes muchas riquezas. ¡Eres el hijo mayor del conde!”

“¿Y qué más da eso, Fergus? ¡Pequeño leprechaun, te ordeno que me lleves hasta el oro ahora!” dijo imperativamente, sabiendo que no podría negarse.

Enfadado, Fergus empezó a caminar hacia la entrada de la iglesia porque allí había aparecido el arcoíris. Pero, listo como era, sabiendo que aquel que le ha capturado no puede apartar la mirada de él porque si lo hace, desaparecerá, ideó un plan para librarse del joven hijo del conde. El leprechaun chutó una piedra que hizo ruido al chocar contra un trozo de hierro que había en el suelo. Brian giró la cabeza para ver qué había pasado y, cuando se dio cuenta, volvió a mirar el lugar donde Fergus había estado, pero había desaparecido.

“¡¿Cómo he podido dejar que se me escapase?! ¡¿Cómo no me he acordado que no puedo apartar la vista del leprechaun porque si no, se escapa?!” se lamentó Brian pues había sido descuidado por su curiosidad.


Caminó hacia el caballo que tenía atado en el muro exterior, montó y siguió su camino hacia el castillo. Y así fue como Brian, hijo del conde de Kilkenny, cuando pasó por las ruinas de Glendalough, se cruzó con Fergus el leprechaun y, por un descuido, lo perdió, por avaricioso y curioso, tanto a él como a su caldero y su oro. 

martes, 15 de marzo de 2016

El Sirviente

“¿Qué haces aquí, Sally?” preguntó Leary, recuperado del sobresalto por la misteriosa aparición. “Pensaba que estarías en las celebraciones Deis como hija de noble que eres…”

Sally le echó una mirada furiosa

“Psé, ya estoy harta de esas fiestas: todas son iguales. Los hombres comen y beben, mientras las mujeres cuchichean como verduleras y están pactando bodas para nosotras, las jóvenes, que hemos de estar aguantando las miradas lascivas y ávidas de los comensales” explicó ella con amargura. Entonces puso una cara risueña “yo prefiero ir a buscar a futuros druidas solitarios y hablar con ellos. Así me siento más…” y se quedó pensativa.

“… buena persona” terminó Leary.

“Puede ser, je, je, je” rió ella. “Me han dicho que en el campamento Udalh hay esta noche un cuentacuentos muy bueno. ¿Quieres ir a escucharle? ¡Cuentan que es un hombre de la isla de Alba que se conoce todas las historias y leyendas de Thule!”

Leary abrió los ojos como platos. Esa podía ser su oportunidad de conocer la historia de la misteriosa fortaleza maldita.

“¡Me parece una idea genial! Es mejor que mi plan…” dijo intentando, sin éxito, no parecer tan ilusionado como estaba.

“Sí, claro que es mejor que no hacer nada en el campamento mirando el horizonte” le cortó ella con una sonrisa maligna. Él la fulminó con la mirada.

“Pero, ¿cómo quieres que nos colemos?” preguntó Leary, que sabía que no podían mezclarse entre reinos antes de la fiesta de final del Consejo, salvo algunos que sí tenían permiso.

“Con tu capa de aprendiz de druida de nuestro pueblo no pasaremos muy desapercibidos, eso es indudable” dijo Sally mientras sacaba del interior de su capa un bulto de tela. “Toma, cógela y póntela” y se lo lanzó.

Leary lo atrapó y lo desplegó. Era una capa como la suya, pero sin ornamentos de la nobleza deis. Esto era lo que daba libertad para pasear: los nobles, como los druidas, podían deambular tranquilamente por cualquier parte de la pequeña, ahora rebosante, ciudad durante los Consejos. El resto de personas no podían, salvo que acompañasen a alguien que sí tenía ese permiso.

“¿De quién es esta capa?” preguntó inquisitivamente y alucinado.

“Sí, es de quien tú piensas” respondió, que lo conocía tan bien que casi podía leer su mente solo con mirarle a los ojos. “Es la capa de uno de los sirvientes de mi padre” y calló unos segundos. “Si quieres llegar antes de que empiece con la primera historia, más vale que te cambies la capa y nos vayamos” dijo Sally mientras se levantaba y se dirigió hacia la puerta por la que había entrado al campamento de los druidas.

Rápidamente, Leary se quitó la capa druídica, la plegó y cuidadosamente la guardó en su fardo. Salió de la tienda mientras se ponía la de sirviente y alcanzaba a la sombra verde oscura de Sally que ya estaba fuera del campamento, de camino a la zona de la ciudad ocupada por los udalhenses.