lunes, 26 de mayo de 2014

Aoife y el Capitán McElroy

En una esquina del interior de la taberna, Aoife estaba barriendo el suelo para que todo estuviera listo para las seis, cuando entraban los parroquianos a tomar su cerveza. Ensimismada en sus recuerdos de años atrás, cuando como hija de un poderoso comerciante solo se preocupaba por pasarlo bien, no oyó como la señora O’Connelly, la mujer del dueño, pero quien realmente llevaba la taberna, bajó a la planta baja. Al verla con la mirada perdida, le gritó:

-¿Qué te crees que haces? ¡En diez minutos terminará la reunión en la alcaldía y vendrán todos aquí! ¡Acaba rápido, que has de preparar las mesas!

Aoife, sobresaltada, se limitó a asentir con la cabeza y aceleró: ya sabía lo que pasaba cuando contestaba o no seguía sus instrucciones y no le apetecía volver a sentirlo. Terminó con su tarea y entró en el almacén para dejar la escoba y coger algunas sillas para ponerlas donde hiciera falta. Salió con ellas y, con un gran esfuerzo y bajo la atenta mirada de la jefa, las llevó a la mesa más apartada. Seguro que ella ha cambiado las sillas mientras estaba dentro para que las tenga que cargar hasta allí, pensó Aoife con rabia. En situaciones como esta se consolaba pensando en lo que ella llamaba su vida anterior, que había terminado tres años antes con la partida forzada de su prometido a la guerra y la pérdida de los barcos de su padre, que habían hecho que se sumiera la familia en la pobreza. Por ello, estaba ella trabajando allí. Se evadía al pensar en esa época de felicidad y, en ocasiones como aquella, eso le salvaba de decir alguna cosa que pudiera implicar algún castigo o incluso la pérdida de aquel empleo, cosa que no podía permitir que ocurriera.

Cuando hubo dejado las sillas, Evelyn, así se llamaba la cruel señora, le ordenó que fuera a buscar los cuchillos al interior. Mientras los estaba cogiendo, Aoife oyó como alguien entraba en la taberna, pero le extrañó, pues aún no habían sonado las campanas de la iglesia de San Columbano. Al acercarse a la puerta que había cruzado minutos antes, escuchó como una voz, que le resultó vagamente familiar, decía:

-Buenos días, buena mujer, ¿dónde vive la señora McGrath?

-¿A cuál te refieres: a la del hijo ladrón que ya habrá muerto o a la que vio como su hijo se unía a la flota de Su Majestad?

-A la primera –contestó el hombre.

-Está viviendo en una casa fuera del valle, hacia la costa. Hay quien dice que vive con su hermana, la otra McGrath. ¡Vaya una! Hizo bien en irse del pueblo, después de la pérdida de la fortuna, la expulsión del hijo y el fallecimiento del marido, poco más podía hacer aquí. ¿Y quién es usted, que parece un oficial, y por qué está interesado en esa familia desgraciada?

Mientras terminaba la pregunta, la curiosidad de Aoife hizo que saliera y, cuando vio al oficial, se quedó paralizada y se le cayeron los cuchillos provocando un estruendo. No podía ser: estaba viendo a un fantasma. En los ojos de piedra de ese hombre creyó ver los de su prometido Alex, pero por su forma de hablar, el aspecto duro y la frialdad que había en su mirada, dudó de si  realmente podía ser él.

-Soy el capitán McElroy, de los Dragones, y me han pedido que lleve una carta a la señora McGrath.

Después de decir esto, con un rápido movimiento se acercó a la joven para ayudarla. Ella tenía los cabellos de color negro azabache y vestía con ropa muy humilde, pero tenía las manos finas. Supuso que debía ser alguna pobre chica huérfana del pueblo, pero cuando ella le miró agradecida y cruzaron sus miradas, una mezcla de sentimientos le recorrió todo el cuerpo: reconoció esos ojos verdes, pero los recordaba vivos.

Rápidamente y para evitar que algo le delatara, le entregó los cuchillos, se levantó y le dijo a la señora O’Connelly:

-Muchas gracias por su información. Dado que debo quedarme en el pueblo unos días, me alojaré aquí. Tome esta bolsa: si no hay suficiente, le pagaré cuando se acaben los días que su contenido me permita estar.

Dicho esto, se dirigió hacia la puerta y salió. Su próxima parada sería el cementerio de Glenderry.  Una vez hubo cruzado el umbral, la señora O’Connelly le preguntó a Aoife:

-¿Por qué es un oficial de Dragones quien le lleva la carta a esa mujer y no un cartero oficial normal? ¿Recuerdas tú con quién se fue ese amigo tuyo hace años, en qué batallón se alistó?

-No, señora –mintió ella-: no recuerdo con quién se fue. La tristeza ha hecho que recuerde poco de ese día –añadió con melancolía-.

-¡Pon las cosas, rápido! ¡Ya es casi la hora! –le dijo su jefa contrariada por no haber podido obtener nueva información.

Aoife preparó las mesas con cierta alegría interior. Aunque él había dicho que era el capitán McElroy, ella estaba segura de que en realidad era él, Alex McGrath. Sabía que había vuelto, lo había visto en sus ojos cuando cruzaron las miradas y vio como se rompió el escudo que le protegía. Ocultando esta pequeña dicha entre tanta tristeza completó su trabajo cuando San Columbano tocó las seis.


Con el sonido de las campanas, las puertas de la alcaldía se abrieron y todos los hombres del pueblo se dirigieron a la taberna. Solo el párroco, cuando observó como un oficial de caballería se dirigía a San Columbano, decidió ir a ver qué quería. Últimamente, eran pocos los visitantes que tenía aquella Iglesia que otrora fue la más importante de la provincia. Lo que más le extrañó fue que pasó de largo la puerta principal y se dirigió a la del cementerio. ¿A quién iría a visitar ese hombre, si ningún hijo de ese pueblo de comerciantes se había alistado y menos llegado a oficial?