En una esquina del interior de la
taberna, Aoife estaba barriendo el suelo para que todo estuviera listo para las
seis, cuando entraban los parroquianos a tomar su cerveza. Ensimismada en sus
recuerdos de años atrás, cuando como hija de un poderoso comerciante solo se
preocupaba por pasarlo bien, no oyó como la señora O’Connelly, la mujer del
dueño, pero quien realmente llevaba la taberna, bajó a la planta baja. Al verla
con la mirada perdida, le gritó:
-¿Qué te crees que haces? ¡En
diez minutos terminará la reunión en la alcaldía y vendrán todos aquí! ¡Acaba
rápido, que has de preparar las mesas!
Aoife, sobresaltada, se limitó a
asentir con la cabeza y aceleró: ya sabía lo que pasaba cuando contestaba o no
seguía sus instrucciones y no le apetecía volver a sentirlo. Terminó con su
tarea y entró en el almacén para dejar la escoba y coger algunas sillas para ponerlas
donde hiciera falta. Salió con ellas y, con un gran esfuerzo y bajo la atenta
mirada de la jefa, las llevó a la mesa más apartada. Seguro que ella ha
cambiado las sillas mientras estaba dentro para que las tenga que cargar hasta
allí, pensó Aoife con rabia. En situaciones como esta se consolaba pensando en
lo que ella llamaba su vida anterior, que había terminado tres años antes con
la partida forzada de su prometido a la guerra y la pérdida de los barcos de su
padre, que habían hecho que se sumiera la familia en la pobreza. Por ello,
estaba ella trabajando allí. Se evadía al pensar en esa época de felicidad y,
en ocasiones como aquella, eso le salvaba de decir alguna cosa que pudiera
implicar algún castigo o incluso la pérdida de aquel empleo, cosa que no podía
permitir que ocurriera.
Cuando hubo dejado las sillas,
Evelyn, así se llamaba la cruel señora, le ordenó que fuera a buscar los
cuchillos al interior. Mientras los estaba cogiendo, Aoife oyó como alguien
entraba en la taberna, pero le extrañó, pues aún no habían sonado las campanas
de la iglesia de San Columbano. Al acercarse a la puerta que había cruzado
minutos antes, escuchó como una voz, que le resultó vagamente familiar, decía:
-Buenos días, buena mujer, ¿dónde
vive la señora McGrath?
-¿A cuál te refieres: a la del
hijo ladrón que ya habrá muerto o a la que vio como su hijo se unía a la flota
de Su Majestad?
-A la primera –contestó el
hombre.
-Está viviendo en una casa fuera
del valle, hacia la costa. Hay quien dice que vive con su hermana, la otra
McGrath. ¡Vaya una! Hizo bien en irse del pueblo, después de la pérdida de la
fortuna, la expulsión del hijo y el fallecimiento del marido, poco más podía
hacer aquí. ¿Y quién es usted, que parece un oficial, y por qué está interesado
en esa familia desgraciada?
Mientras terminaba la pregunta,
la curiosidad de Aoife hizo que saliera y, cuando vio al oficial, se quedó
paralizada y se le cayeron los cuchillos provocando un estruendo. No podía ser:
estaba viendo a un fantasma. En los ojos de piedra de ese hombre creyó ver los
de su prometido Alex, pero por su forma de hablar, el aspecto duro y la
frialdad que había en su mirada, dudó de si
realmente podía ser él.
-Soy el capitán McElroy, de los
Dragones, y me han pedido que lleve una carta a la señora McGrath.
Después de decir esto, con un
rápido movimiento se acercó a la joven para ayudarla. Ella tenía los cabellos
de color negro azabache y vestía con ropa muy humilde, pero tenía las manos
finas. Supuso que debía ser alguna pobre chica huérfana del pueblo, pero cuando
ella le miró agradecida y cruzaron sus miradas, una mezcla de sentimientos le
recorrió todo el cuerpo: reconoció esos ojos verdes, pero los recordaba vivos.
Rápidamente y para evitar que
algo le delatara, le entregó los cuchillos, se levantó y le dijo a la señora
O’Connelly:
-Muchas gracias por su
información. Dado que debo quedarme en el pueblo unos días, me alojaré aquí.
Tome esta bolsa: si no hay suficiente, le pagaré cuando se acaben los días que
su contenido me permita estar.
Dicho esto, se dirigió hacia la
puerta y salió. Su próxima parada sería el cementerio de Glenderry. Una vez hubo cruzado el umbral, la señora
O’Connelly le preguntó a Aoife:
-¿Por qué es un oficial de
Dragones quien le lleva la carta a esa mujer y no un cartero oficial normal?
¿Recuerdas tú con quién se fue ese amigo tuyo hace años, en qué batallón se
alistó?
-No, señora –mintió ella-: no
recuerdo con quién se fue. La tristeza ha hecho que recuerde poco de ese día
–añadió con melancolía-.
-¡Pon las cosas, rápido! ¡Ya es
casi la hora! –le dijo su jefa contrariada por no haber podido obtener nueva
información.
Aoife preparó las mesas con
cierta alegría interior. Aunque él había dicho que era el capitán McElroy, ella
estaba segura de que en realidad era él, Alex McGrath. Sabía que había vuelto,
lo había visto en sus ojos cuando cruzaron las miradas y vio como se rompió el
escudo que le protegía. Ocultando esta pequeña dicha entre tanta tristeza
completó su trabajo cuando San Columbano tocó las seis.
Con el sonido de las campanas,
las puertas de la alcaldía se abrieron y todos los hombres del pueblo se
dirigieron a la taberna. Solo el párroco, cuando observó como un oficial de
caballería se dirigía a San Columbano, decidió ir a ver qué quería.
Últimamente, eran pocos los visitantes que tenía aquella Iglesia que otrora fue
la más importante de la provincia. Lo que más le extrañó fue que pasó de largo
la puerta principal y se dirigió a la del cementerio. ¿A quién iría a visitar
ese hombre, si ningún hijo de ese pueblo de comerciantes se había alistado y
menos llegado a oficial?