En el frondoso bosque,
lejos de los tenebrosos jinetes encapuchados, que vigilaban el linde del
bosque, y del Señor del Valle y su séquito, que se dirigían a la Ciudad del
Lago, dos ciervos se perseguían. El primero era de color luna plateada y el
segundo, marrón claro con una línea casi negra sobre la columna. Corrían y
saltaban entre los árboles. Iban a gran velocidad y, aun así, no tocaban ni un
árbol ni un tronco con las astas. Estaban como dos peces en el agua,
disfrutando de la libertad que la naturaleza les ofrecía. Trinaban los pájaros
del bosque y graznaban los cuervos cuando el ciervo plata se aceró a un tronco
que se dividía en dos. Se oyó un silbido. Después, un gruñido de dolor. El
segundo animal cambió rápidamente de dirección y olvidó su blanca presa, que
paró en seco. Entonces, cayó.
A unos treinta metros
hubo un movimiento en unos arbustos. Vestido de beige con una piel de oso para
protegerse del frío se levantó un joven que podía tener unos veintiocho años.
Era de constitución fuerte y brazos poderosos. Tenía la cara cuadrada por una
prominente mandíbula inferior. Su pelo era de color negro y la barba rojiza.
Llevaba en la mano izquierda un arco de madera de roble, abundante en esos
parajes, con unas inscripciones talladas en la parte exterior, y, colgado del
brazo, un carcaj de piel de zorro y tela con cinco flechas. “Ahora que ya hay
un ciervo herido” se dijo “podré matarlo y no necesitaré utilizar las otras
saetas: ya habrá comida en casa para toda la familia”.
Caminó tranquilamente
hacia la presa mientras miraba a su alrededor por si veía otra oportunidad de
llenar la despensa de la cabaña con más comida. Llegó junto al extraño árbol y
vio que el animal con la flecha atravesada era la mítica cierva luna, aquella a
la que ningún cazador del pueblo había alcanzado jamás. Feliz por su proeza, y
para que los otros del pueblo le creyeran, decidió que se llevaría el cuerpo
entero en lugar de separar la piel y la
carne en el bosque. Se desenroscó una cuerda que le cruzaba el torso y se
arrodilló delante del animal para atarle las patas.
“¡Hijo de Ion! ¡Hijo de
Ion!” dijo una voz aguda y suave cuando sopló una suave brisa.
El joven no reaccionó
porque pensó que no había sido sino el viento contra las hojas de los árboles.
“¡Hijo de Ion! ¡Hijo de
Ion!” repitió la misteriosa voz.
Se detuvo. Con sumo
cuidado, levantó la cabeza y miró hacia todos los lados con nerviosismo. Nadie
estaba a la vista. En ese bosque, con los guardias oscuros y el misterioso y
temido señor de regreso, ningún evento extraño era bien recibido. Las voces
desconocidas, todavía menos.
“¡Hijo de Ion! ¡Noble
caballero de la Casa de Ion! ¡Hijo del Lago! ¡Responde a mi llamada y recuerda
quién eres! ¡Recuerda tus orígenes!” silbó la misma voz de nuevo con la brisa.
Asustado, extrajo un
cuchillo que tenía oculto en la bota derecha y lo blandió hacia todas direcciones.
Giró sobre sí mismo con el arma empuñada hacia delante. Cuando paró se quedó
helado: estaba frente a la mujer más hermosa que jamás había visto. Allí donde
antes no había sino aire, ahora estaba una alta y esbelta dama, con los
cabellos largos color ébano y recogidos en una gran trenza que le caía sobre el
pecho. Vestía con un traje plateado, como la cierva, que le llegaba hasta los
blancos pies descalzos. Como toda su piel, su cara era de color marfil y tenía
unos almendrados ojos esmeralda. Su mirada era tan profunda que parecía que
pudiera leer la mente de aquella persona a la que mirara. Llevaba puesta una
capa verde clara y la capucha, más oscura, le colgaba entre los hombros. En el
centro del vestido había bordado un escudo rectangular con el fondo de color
azur con dos peces en el centro cruzados encuadrados por gotas de color cian.
“No temas, joven” dijo
la bella mujer. “No estoy aquí para dañarte: solo te quiero recordar quién
eres, quiero que vuelvas a ser tú mismo”
“¡Ya sé quién soy!” respondió
él con desconfianza.
“¡No!” rápidamente le
cortó ella. “Crees que lo sabes, pero no es así. Dime, ¿qué recuerdas de tu
vida? ¿Dónde naciste? Dime, ¿qué sabes de tu vida fuera de este valle?”
“Yo… siempre he vivido
aquí, en el pueblo” respondió él, tartamudeando.
La mujer le hizo una
mirada reprobatoria
“¿Y tus padres, les
recuerdas?”
“Emm… Mi padre se murió
cuando era pequeño o me abandonó, no estoy muy seguro” dijo con voz temblorosa.
“Mi madre murió en el parto, de ahí que no tenga imágenes de ella en mi
memoria.”
“¿Eso es todo lo que
recuerdas?” preguntó con desdén. “Busca en lo más profundo, intenta verte
cuando eras más pequeño. ¿De cuándo es tu primera memoria?”
Durante unos largos
minutos ninguno de los dos habló. Él estuvo con la mirada perdida en el
infinito mientras que los verdes ojos de la dama restaron fijos en él. Estaba expectante,
ávida de querer oír su respuesta, su recuerdo.
“Mi primer recuerdo es
del día de mi unión con Lhana, ante el gran templo…” respondió con firmeza y,
antes de que la desconocida, que podía verse en su cara que estaba entristecida
y dolida, reaccionase, continuó. “Y vos, ¿quién sois?”
“Yo soy Lady Genvra,
señora del Lago y protectora de la Casa de Ion” contestó con orgullo y ya sin
rastro alguno de tristeza en el rostro. “Desde hace años, tu señor padre llora
la pérdida de su hijo menor, que partió en una misión de la reina, esa joven
hija de molinero amiga suya que engatusó al difunto rey, y nunca más se supo de
él. Dieciséis años han pasado ya y casi ha perdido toda esperanza. Durante los
primeros cinco, esperaba tu retorno, pero nada; en los siguientes, decía que se
contentaba con una carta, dijera lo que dijera, era suficiente, afirmaba
constantemente, pero tampoco llegó información alguna; en los últimos cinco, he
visto como la tristeza le consumía… ¡Incluso estuvo al borde de la muerte!”
Cada vez hablaba con más dureza y su voz ya no era suave como al principio. El
joven estaba sorprendido por las noticias y entristecido por aquel hombre y
quería decirlo, pero temía la reacción de la mujer, por lo que siguió
escuchando en silencio, sin moverse.
“Tan solo la noticia de
la audiencia que podrá tener con la reina en la coronación de su hijo le ha
devuelto las ganas de vivir” continuó. “Por fin tendrá una oportunidad para
preguntar sobre esa misión a la que envió a su hijo, a la que tú fuiste, y de
la que no volviste. No alberga ya esperanzas de verte con vida…” dijo con
tristeza. “Te fuiste en una misión para ayudar a tu amiga, no porque fuera la
reina, y cumpliste parte, descubriste la identidad de un ser realmente
peligroso, que en su momento, y ahora, pretenden dañar a la reina y a su hijo.
Debes terminarla. ¡Debes recordar quién eres para volver y revelar la verdad!”
“Lady Genvra, ya le he
dicho qué recuerdos tengo: antes de ese momento, todo son imágenes borrosas…”
“¡Y ninguna real!” le
cortó. “Si te sigues negando, si no haces el esfuerzo de recordar por ti mismo,
te forzaré yo y, te lo garantizo:” dijo en tono amenazante “te dolerá”.
“Pero yo…”
No pudo terminar la frase.
Lady Genvra levantó la mano derecha y la apoyó sobre su frente. Articuló unas
palabras sin emitir sonido alguno. Hubo un destello de luz azul donde se
tocaban el joven y la dama. Como si le hubiera caído un rayo, el cazador, el
hijo de la Casa de Ion, se desplomó sobre la tierra. No se movía. No respiraba.