El Consejo de Thule iba
a reunirse otra vez para coronar a un nuevo Alto Rey. El anterior no había
reinado más de cuatro meses antes de morir súbitamente mientras dormía.
La representación del
Reino de Deis iba encabezada por Cormac “el Sanguinario” y sus jinetes
juramentados, su guardia personal. Junto a ellos estaba parte de la nobleza
deisana con sus levas. Las familias y algunos siervos y esclavos acompañaban a
la comitiva oficial. Al final había siete representantes de la comunidad
druídica de Deis con tres de sus aprendices más avanzados. En total unas
trescientas personas.
Estaban entrando en
Glentara, el valle donde estaba la capital del Alto Rey y donde se reunía el
Consejo, cuando uno de los aprendices se paró con la mirada fija en lo alto de
una de las primeras colinas, desde donde se controlaba el valle y la
desembocadura del río. Estaba cubierta por una densa niebla blanca que
contrastaba con el rojizo cielo. Se empezaron a dibujar los contornos de lo que
parecía un muro elevado, pero no conseguía identificar qué era. Cuando terminó
el Sol de salir sobre el mar, mágicamente desapareció la neblina y
tuvo ante sus ojos una imponente fortaleza.
El muro exterior estaba cubierto por unas plantas trepadoras que brillaban por el reflejo de la luz en el rocío. En los extremos se alzaban unas torres circulares coronadas por unos picos. Hasta allá arriba llegaban las plantas. Aún más alta era la torre del homenaje. Impactante, sin embargo, era el roble que se alzaba en el interior, porque la copa estaba sobrepasaba la muralla exterior.
El muro exterior estaba cubierto por unas plantas trepadoras que brillaban por el reflejo de la luz en el rocío. En los extremos se alzaban unas torres circulares coronadas por unos picos. Hasta allá arriba llegaban las plantas. Aún más alta era la torre del homenaje. Impactante, sin embargo, era el roble que se alzaba en el interior, porque la copa estaba sobrepasaba la muralla exterior.
“¿Qué hace una
fortaleza así en Thule?” se dijo el aprendiz. “Aquí solo hay grandes salones en
el centro de los pueblos rodeados por empalizadas de madera o pequeños muros
con piedras de tamaños variados.”
La gran muralla
exterior estaba hecha con piedras lisas. No había nada a lo que poder cogerse
para subir, salvo las plantas que dominaban la pared, pero supuso que antaño no
estaban. Era inexpugnable no solo por su posición sino por su construcción.
“Seguro que eso lo hizo alguien que venía de
la Confederación: solo allí hacen este tipo de fortalezas.” Afirmó para sí,
orgulloso de venir de allí.
Algo que le sorprendió
fue el color de las piedras. Era negro en lugar de gris. Podría haber sido
obsidiana pero no brillaba y era más oscuro. Más aún que una noche sin Luna.
Pero no solo era así la muralla exterior: las torres circulares y la torre del
homenaje lo eran también. Parecía que lo hubieran quemado, pero era de piedra y
seguía intacto.
“¿Qué fuego ha podido
prender toda la fortaleza sin haberla dañado, solo tintado como si siempre hubiera
sido negra?” se preguntaba. “¿Cuántos años debe de llevar allí arriba para que
el roble sea tan alto y las enredaderas lo hayan cubierto todo?”
“¡Aprendiz!” gritó la
voz grave del más anciano de los druidas que se estaba poniendo la capucha. “¡No
te retrases mirando las ruinas de esa fortaleza maldita! ¡El rey no tolerará
que el Consejo empiece sin nuestra presencia y si sabe que es por tu culpa, te
enviará de vuelta al mar: tus conocimientos druídicos no te salvarán de su ira!”
El joven refunfuñó. Se
encapuchó y se puso en camino. Conocía la ira del rey y no quería irse de Thule
antes de tiempo: no podía volver al Valle Oscuro hasta ser un druida. Aún tenía
mucho que aprender.
¿Quién construyó esa
fortaleza?, ¿Cómo pudo acabar tan negra? y ¿Por qué estará maldita? fueron las
preguntas que cruzaron su mente cuando recuperó su puesto entre los aprendices.