La
escena que vio le pareció extraña al principio. Ocurría toda en un día claro,
con el Sol brillando en lo alto iluminando el lugar. Al fondo se podía ver un
molino y la sombra de una persona vigilando a los dos jinetes, que estaban en
el centro. Se estaban persiguiendo, o eso parecía. El primer jinete era una
joven de piel clara y rostro rebelde. Su pelo era de color dorado con tonos
rojizos y sus ojos almendrados eran marrones claros. Vestía con un humilde
vestido de tela marrón oscura y una capa beige de gran calidad. Por su elegante
postura, parecía que cabalgaba ligera y ágil, como si no le costara nada hacerlo:
cualquiera diría que eso era lo que más le gustaba hacer. El segundo jinete
tenía unas ropas rojas con un escudo de fondo blanco, una torre en la parte
superior sobre un dragón azul bordado en el hombro: el blasón de los Loxstide.
Montaba un caballo negro, como el color de su pelo. Sus ojos, que rivalizaban
con el azul del cielo, estaban fijos en su compañera amazona.
“Elaine”
recordó Finn. Suya era la voz que había oído con la brisa.
Ella
había sido su amiga y apoyo durante sus años como escudero con el Conde de
Loxstide. Elaine era la hija de uno de los molineros, pero era realmente
inteligente, perspicaz y con unas ganas inusuales entre sus amigas y familiares
de aprender. Habían congeniado muy bien y siempre que podía iba él a buscarla
para pasar un rato con ella. Ambos agradecían la mutua compañía. Frecuentemente
aprovechaban para irse a cabalgar por las tierras del Conde. Normalmente todos
las excursiones solo servían para aumentar su amistad y acercarlos más.
“¿Qué
ocurrió aquel día” Se preguntaba Finn. “Si está aquí seguro que es por algo”.
Entonces
lo recordó todo. Ese día hicieron una carrera hasta la gran fuente del Valle
Gris, en las últimas tierras de Loxstide y su padre, el molinero, les había
advertido que no salieran de allí a gritos mientras se alejaban a caballo.
Cruzaron los campos y se adentraron en el bosque entre los campos y el Valle.
Ella, como siempre, iba delante y, de tanto en cuanto, le lanzaba alguna mirada
pícara a Finn, que, aun a gran velocidad, no conseguía alcanzar a la yegua de
Elaine.
El
animal se conocía todos los caminos, palmo a palmo, de esas tierras, por la
cantidad de veces que había pasado por ahí. Pero ese día pasó algo. Una raíz.
Por algún motivo, el animal no la recordó o no la vio. Cabalgó velozmente y
tropezó. La caída fue horrible. Por la inercia
y la velocidad, animal y jinete cayeron y rodaron. Por suerte, Elaine,
inexplicablemente, presintió lo que iba a ocurrir y saltó a tiempo. Así evitó
ser mortalmente arroyada por una bestia como su yegua. Cayó y rodó como una
piedra hasta golpearse contra un árbol y perder el conocimiento. Finn llegó
unos segundos más tarde. Sin saber cómo, paró el caballo y se apeó.
“¡Elaine!”
dijo él mientras corría hacia ella. Ella no respondió.
La
cogió por los brazos y la agitó. Nada. La subió a su caballo, cansado por la
carrera hasta allí, y se aseguró de que estuviera bien sujeta para que no se
cayera durante el camino. Rompió a galopar hacia el caballo deseando llegar a
tiempo. No podía morirse.