jueves, 6 de agosto de 2015

Elaine

La escena que vio le pareció extraña al principio. Ocurría toda en un día claro, con el Sol brillando en lo alto iluminando el lugar. Al fondo se podía ver un molino y la sombra de una persona vigilando a los dos jinetes, que estaban en el centro. Se estaban persiguiendo, o eso parecía. El primer jinete era una joven de piel clara y rostro rebelde. Su pelo era de color dorado con tonos rojizos y sus ojos almendrados eran marrones claros. Vestía con un humilde vestido de tela marrón oscura y una capa beige de gran calidad. Por su elegante postura, parecía que cabalgaba ligera y ágil, como si no le costara nada hacerlo: cualquiera diría que eso era lo que más le gustaba hacer. El segundo jinete tenía unas ropas rojas con un escudo de fondo blanco, una torre en la parte superior sobre un dragón azul bordado en el hombro: el blasón de los Loxstide. Montaba un caballo negro, como el color de su pelo. Sus ojos, que rivalizaban con el azul del cielo, estaban fijos en su compañera amazona.

“Elaine” recordó Finn. Suya era la voz que había oído con la brisa.

Ella había sido su amiga y apoyo durante sus años como escudero con el Conde de Loxstide. Elaine era la hija de uno de los molineros, pero era realmente inteligente, perspicaz y con unas ganas inusuales entre sus amigas y familiares de aprender. Habían congeniado muy bien y siempre que podía iba él a buscarla para pasar un rato con ella. Ambos agradecían la mutua compañía. Frecuentemente aprovechaban para irse a cabalgar por las tierras del Conde. Normalmente todos las excursiones solo servían para aumentar su amistad y acercarlos más.

“¿Qué ocurrió aquel día” Se preguntaba Finn. “Si está aquí seguro que es por algo”.

Entonces lo recordó todo. Ese día hicieron una carrera hasta la gran fuente del Valle Gris, en las últimas tierras de Loxstide y su padre, el molinero, les había advertido que no salieran de allí a gritos mientras se alejaban a caballo. Cruzaron los campos y se adentraron en el bosque entre los campos y el Valle. Ella, como siempre, iba delante y, de tanto en cuanto, le lanzaba alguna mirada pícara a Finn, que, aun a gran velocidad, no conseguía alcanzar a la yegua de Elaine.

El animal se conocía todos los caminos, palmo a palmo, de esas tierras, por la cantidad de veces que había pasado por ahí. Pero ese día pasó algo. Una raíz. Por algún motivo, el animal no la recordó o no la vio. Cabalgó velozmente y tropezó. La caída fue horrible. Por la inercia  y la velocidad, animal y jinete cayeron y rodaron. Por suerte, Elaine, inexplicablemente, presintió lo que iba a ocurrir y saltó a tiempo. Así evitó ser mortalmente arroyada por una bestia como su yegua. Cayó y rodó como una piedra hasta golpearse contra un árbol y perder el conocimiento. Finn llegó unos segundos más tarde. Sin saber cómo, paró el caballo y se apeó.

“¡Elaine!” dijo él mientras corría hacia ella. Ella no respondió.


La cogió por los brazos y la agitó. Nada. La subió a su caballo, cansado por la carrera hasta allí, y se aseguró de que estuviera bien sujeta para que no se cayera durante el camino. Rompió a galopar hacia el caballo deseando llegar a tiempo. No podía morirse. 

miércoles, 5 de agosto de 2015

El Escudero

Volvió a mirar al libro después de pasar de página. En la siguiente imagen, el joven de pelo negro y ojos azules claro recibía una espada de un hombre de pelo entrecano y mirada cansada en la orilla de un lago. Por el color del cielo, parecía que acabara de amanecer. A unos metros de ellos, tres figuras con armadura, pero sin casco, observaban. Como establecía la ceremonia, los tres testigos debían vestir la armadura de gala pero sin cubrirse la cabeza, de manera que el casco lo aguantaban con la mano derecha. Con la mano izquierda sujetaban una lanza con sus respectivos pendones, que probaban que eran realmente caballeros. El del primero tenía un escudo rectangular con el fondo azur y dos peces cruzados en el centro, encuadrados por gotas de color azul. El del segundo estaba dividido por una franja diagonal de color burdeos, con los peces encuadrados de su familia en la parte superior y un Sol naciente naranja sobre azul oscuro en la inferior. El del tercero también tenía dos campos: el derecho tenía el fondo azul con el escudo familiar y el izquierdo un león rampante rojo sobre fondo blanco. Ellos, su padre y sus hermanos mayores, eran los testigos del nombramiento de Finn como escudero de un señor de la otra orilla del Lago: el Conde de Loxstide.

Finn recordó la escena como si la acabara de vivir. La espada era antigua, de hierro y más pesada de lo normal, por eso solo la usó ese día. Como el Sol acababa de salir, aún hacía el frío nocturno que caracteriza las tierras del condado de Loxstide y tenía las manos agarrotadas y doloridas de aguantar la espada sin nada más que su piel. Después del juramento, su padre y sus hermanos volvieron al barco que les llevó de nuevo al Señorío de Ion, el segundo más grande y rico después de la Ciudad. Allí lo dejaron. Allí estuvo Finn cuatro años, entre los doce que tenía en ese momento y los dieciséis, cuando lo nombrarían caballero. Fue en esa época cuando decidió que probaría suerte como caballero errante, pues no le gustaba la vida en el castillo: él prefería viajar. También fue en ese tiempo cuando conoció a una persona que iba a influir mucho en su vida, hasta el punto de enviarle a una misión con un final incierto.

Finn miró a su alrededor. Junto a la mesa y los candelabros, habían aparecido unas sillas, no ya de madera de roble, como serían las de un humilde cazador, sino de haya y cuero, con un escudo parecido al que tenía en el pecho tallado en el respaldo, dignas de un noble. Las paredes empezaban a tener tapices sobre la fría piedra. Ahora entendía lo que el anciano había dicho: conforme más recordaba, más llena estaba la habitación. Ya recordaba gran parte de su vida anterior al Bosque, su tiempo como Finn de Ion, el tercer hijo.

“¿Cómo puede ser que acabara en el Bosque Oscuro viviendo?” se preguntó. “¿Quién es ese Señor del que habló Lady Genvra? ¿Por qué me enfrenté a él?”. Intentó seguir recordando, pero no tuvo éxito.


Silbó el viento y entró en la habitación moviendo las cortinas de blanca seda. “Finn, soy yo” oyó que decía una voz de mujer joven que llegó con la brisa del Lago. “Finn, recuérdame” escuchó de nuevo. Cuando se fue ese dulce sonido, se dio cuenta Finn que la página ya había sido pasada.

martes, 4 de agosto de 2015

El tercer hijo

Para su sorpresa, no había ninguna letra escrita: solo un dibujo muy detallado con colores vivos. Se podía ver a un hombre de unos veinticinco años con una poblada barba pelirroja que tenía el pelo castaño y corto. Entre sus manos tenía a un frágil bebé. El hombre miraba con ternura al pequeño y le brillaban los ojos, como si unas lágrimas fueran a derramarse. Junto a él había una joven mujer de unos veinticuatro años con los ojos claros. Su pelo le caía liso sobre los hombros hasta la mitad de la espalda. Estaba tan bien pintado, que parecía que fuera seda en lugar de cabello. La pareja vestía unos trajes azules con un escudo rectangular que tenía el fondo azur y dos peces cruzados en el centro, encuadrados por gotas de color cian. Miraban ensimismados al pequeño.

Pasó la página y la imagen era diferente. Ahora podía ver a tres niños de diferentes edades jugando en un patio de armas. Los dos mayores hacían ver que eran caballeros y luchaban con espadas de madera. El más alto, que tendría unos diez años, era castaño, como su padre, y llevaba una protección de cuero sobre el traje azul cielo y rojo. El otro, con el pelo rojizo, de unos ocho años, vestía con de verde bajo la protección para los golpes similar a la de su hermano. A juzgar por las caras y las posiciones de cada uno, felicidad y estabilidad en el pelirrojo y furia en la mirada del castaño, Finn dedujo que el pequeño había golpeado al mayor y había ganado el asalto. El tercer niño estaba de espectador, sentado sobre unas maderas, asombrado por la manera de luchar de sus hermanos. Los miraba con admiración. Deseaba poder luchar con ellos y demostrar que era igual o mejor, pero, aunque tenía ya su propia espada de madera, era demasiado pequeño para hacerlo. El pequeño, de unos seis años, dibujaba con un palo en la tierra del suelo mientras observaba atentamente con sus ojos azul claro a sus hermanos y la brisa removía su pelo negro como la noche sin Luna.

Súbitamente, Finn sintió que estaba allí, viendo a sus hermanos pelear como verdaderos caballeros, bajo la atenta mirada del maestro de armas. Se dio cuenta entonces de un error en la imagen. En aquel patio no estaba la puerta abierta desde la que el maestro vigilaba cada movimiento y ataque para corregirlos cuando hubieran acabado o intervenir, en caso necesario. Cerró los ojos y los abrió de nuevo. Ahora sí estaba: detrás de los hermanos, en el fondo, la silueta de un hombre se veía recortada ante una puerta que antes no estaba allí. Esa era la verdadera escena.


Finn levantó la vista del libro y notó algo diferente en la sala. Parecía que todo brillase más. Los candelabros, antes mates, ahora parecía que los hubieran bruñido y, con la luz que entraba, relucían. La tela de las cortinas ya no era gris, sino de un blanco inmaculado. El joven sintió que, en su interior, algo estaba cambiando.