“Querida Líada,
Pronto desapareceré. De hecho, ahora, mientras lees esto, ya debo estar
embarcado hacia tierras lejanas. Eres
una de las personas que siempre ha estado allí, en silencio o hablando y que
nunca me ha fallado. Aún sin ninguna palabra, siempre me has entendido, has
sabido que pensaba. En las otras tabernas, disfrutamos bastante con las músicas
de los bardos de tierras lejanas… sobretodo con los Thulianos, del bello reino
de Thule, asentado sobre eternas islas esmeralda, y sus leyendas e historias
de tiempos inmemoriales acompañadas con la música que sus druidas han compuesto.
Siempre
has aceptado mis desapariciones, mis rarezas y mis reservas. Estuvieses con
quien estuvieses y me vieses o no, estar cerca o contactar contigo siempre ha sido
una alegría para mí. Me has dado muchos buenos momentos. Me has hecho conocer a
alguien como yo.
Muchas
gracias por todo. No te pido que me recuerdes, solo que no me olvides. Algún
día volveré.
Brian”
Esta es la carta que
consiguió dejar, con sumo sigilo, el discípulo de Rumpelstiltskin en la
habitación de Líada, la hija del posadero y su amiga desde antes de ser acogido
por el mago tenebroso. La hija del hombre que, como él esperaba, iba a llevarle
al límite de Loughstadt para poder embarcarse en el puerto libre e irse a
Thule. Con el mismo silencio con el que entró, salió de la alcoba por la
ventana. Ató el caballo en el poste que había delante de La Misión
del Navegante. Se puso la capucha. Se acercó a la puerta. Escuchó las voces que
provenían de dentro. Tenía que hacerlo: era su único medio para salir del reino
antes de que amaneciera. Abrió la puerta. Entró.