viernes, 11 de diciembre de 2015

Las Ruinas

El Consejo de Thule iba a reunirse otra vez para coronar a un nuevo Alto Rey. El anterior no había reinado más de cuatro meses antes de morir súbitamente mientras dormía.

La representación del Reino de Deis iba encabezada por Cormac “el Sanguinario” y sus jinetes juramentados, su guardia personal. Junto a ellos estaba parte de la nobleza deisana con sus levas. Las familias y algunos siervos y esclavos acompañaban a la comitiva oficial. Al final había siete representantes de la comunidad druídica de Deis con tres de sus aprendices más avanzados. En total unas trescientas personas.

Estaban entrando en Glentara, el valle donde estaba la capital del Alto Rey y donde se reunía el Consejo, cuando uno de los aprendices se paró con la mirada fija en lo alto de una de las primeras colinas, desde donde se controlaba el valle y la desembocadura del río. Estaba cubierta por una densa niebla blanca que contrastaba con el rojizo cielo. Se empezaron a dibujar los contornos de lo que parecía un muro elevado, pero no conseguía identificar qué era. Cuando terminó el Sol de salir sobre el mar, mágicamente desapareció la neblina y tuvo ante sus ojos una imponente fortaleza. 

El muro exterior estaba cubierto por unas plantas trepadoras que brillaban por el reflejo de la luz en el rocío. En los extremos se alzaban unas torres circulares coronadas por unos picos. Hasta allá arriba llegaban las plantas. Aún  más alta era la torre del homenaje. Impactante, sin embargo, era el roble que se alzaba en el interior, porque la copa estaba sobrepasaba la muralla exterior.

“¿Qué hace una fortaleza así en Thule?” se dijo el aprendiz. “Aquí solo hay grandes salones en el centro de los pueblos rodeados por empalizadas de madera o pequeños muros con piedras de tamaños variados.”

La gran muralla exterior estaba hecha con piedras lisas. No había nada a lo que poder cogerse para subir, salvo las plantas que dominaban la pared, pero supuso que antaño no estaban. Era inexpugnable no solo por su posición sino por su construcción.

 “Seguro que eso lo hizo alguien que venía de la Confederación: solo allí hacen este tipo de fortalezas.” Afirmó para sí, orgulloso de venir de allí.

Algo que le sorprendió fue el color de las piedras. Era negro en lugar de gris. Podría haber sido obsidiana pero no brillaba y era más oscuro. Más aún que una noche sin Luna. Pero no solo era así la muralla exterior: las torres circulares y la torre del homenaje lo eran también. Parecía que lo hubieran quemado, pero era de piedra y seguía intacto.

“¿Qué fuego ha podido prender toda la fortaleza sin haberla dañado, solo tintado como si siempre hubiera sido negra?” se preguntaba. “¿Cuántos años debe de llevar allí arriba para que el roble sea tan alto y las enredaderas lo hayan cubierto todo?”

“¡Aprendiz!” gritó la voz grave del más anciano de los druidas que se estaba poniendo la capucha. “¡No te retrases mirando las ruinas de esa fortaleza maldita! ¡El rey no tolerará que el Consejo empiece sin nuestra presencia y si sabe que es por tu culpa, te enviará de vuelta al mar: tus conocimientos druídicos no te salvarán de su ira!”

El joven refunfuñó. Se encapuchó y se puso en camino. Conocía la ira del rey y no quería irse de Thule antes de tiempo: no podía volver al Valle Oscuro hasta ser un druida. Aún tenía mucho que aprender.


¿Quién construyó esa fortaleza?, ¿Cómo pudo acabar tan negra? y ¿Por qué estará maldita? fueron las preguntas que cruzaron su mente cuando recuperó su puesto entre los aprendices.

martes, 13 de octubre de 2015

La Despedida

Querida Líada,

Pronto desapareceré. De hecho, ahora, mientras lees esto, ya debo estar embarcado hacia tierras lejanas.  Eres una de las personas que siempre ha estado allí, en silencio o hablando y que nunca me ha fallado. Aún sin ninguna palabra, siempre me has entendido, has sabido que pensaba. En las otras tabernas, disfrutamos bastante con las músicas de los bardos de tierras lejanas… sobretodo con los Thulianos, del bello reino de Thule, asentado sobre eternas islas esmeralda, y sus leyendas e historias de tiempos inmemoriales acompañadas con la música que sus druidas han compuesto.

Siempre has aceptado mis desapariciones, mis rarezas y mis reservas. Estuvieses con quien estuvieses y me vieses o no, estar cerca o contactar contigo siempre ha sido una alegría para mí. Me has dado muchos buenos momentos. Me has hecho conocer a alguien como yo.

Muchas gracias por todo. No te pido que me recuerdes, solo que no me olvides. Algún día volveré.

Brian


Esta es la carta que consiguió dejar, con sumo sigilo, el discípulo de Rumpelstiltskin en la habitación de Líada, la hija del posadero y su amiga desde antes de ser acogido por el mago tenebroso. La hija del hombre que, como él esperaba, iba a llevarle al límite de Loughstadt para poder embarcarse en el puerto libre e irse a Thule. Con el mismo silencio con el que entró, salió de la alcoba por la ventana. Ató el caballo en el poste que había delante de La Misión del Navegante. Se puso la capucha. Se acercó a la puerta. Escuchó las voces que provenían de dentro. Tenía que hacerlo: era su único medio para salir del reino antes de que amaneciera. Abrió la puerta. Entró.

jueves, 6 de agosto de 2015

Elaine

La escena que vio le pareció extraña al principio. Ocurría toda en un día claro, con el Sol brillando en lo alto iluminando el lugar. Al fondo se podía ver un molino y la sombra de una persona vigilando a los dos jinetes, que estaban en el centro. Se estaban persiguiendo, o eso parecía. El primer jinete era una joven de piel clara y rostro rebelde. Su pelo era de color dorado con tonos rojizos y sus ojos almendrados eran marrones claros. Vestía con un humilde vestido de tela marrón oscura y una capa beige de gran calidad. Por su elegante postura, parecía que cabalgaba ligera y ágil, como si no le costara nada hacerlo: cualquiera diría que eso era lo que más le gustaba hacer. El segundo jinete tenía unas ropas rojas con un escudo de fondo blanco, una torre en la parte superior sobre un dragón azul bordado en el hombro: el blasón de los Loxstide. Montaba un caballo negro, como el color de su pelo. Sus ojos, que rivalizaban con el azul del cielo, estaban fijos en su compañera amazona.

“Elaine” recordó Finn. Suya era la voz que había oído con la brisa.

Ella había sido su amiga y apoyo durante sus años como escudero con el Conde de Loxstide. Elaine era la hija de uno de los molineros, pero era realmente inteligente, perspicaz y con unas ganas inusuales entre sus amigas y familiares de aprender. Habían congeniado muy bien y siempre que podía iba él a buscarla para pasar un rato con ella. Ambos agradecían la mutua compañía. Frecuentemente aprovechaban para irse a cabalgar por las tierras del Conde. Normalmente todos las excursiones solo servían para aumentar su amistad y acercarlos más.

“¿Qué ocurrió aquel día” Se preguntaba Finn. “Si está aquí seguro que es por algo”.

Entonces lo recordó todo. Ese día hicieron una carrera hasta la gran fuente del Valle Gris, en las últimas tierras de Loxstide y su padre, el molinero, les había advertido que no salieran de allí a gritos mientras se alejaban a caballo. Cruzaron los campos y se adentraron en el bosque entre los campos y el Valle. Ella, como siempre, iba delante y, de tanto en cuanto, le lanzaba alguna mirada pícara a Finn, que, aun a gran velocidad, no conseguía alcanzar a la yegua de Elaine.

El animal se conocía todos los caminos, palmo a palmo, de esas tierras, por la cantidad de veces que había pasado por ahí. Pero ese día pasó algo. Una raíz. Por algún motivo, el animal no la recordó o no la vio. Cabalgó velozmente y tropezó. La caída fue horrible. Por la inercia  y la velocidad, animal y jinete cayeron y rodaron. Por suerte, Elaine, inexplicablemente, presintió lo que iba a ocurrir y saltó a tiempo. Así evitó ser mortalmente arroyada por una bestia como su yegua. Cayó y rodó como una piedra hasta golpearse contra un árbol y perder el conocimiento. Finn llegó unos segundos más tarde. Sin saber cómo, paró el caballo y se apeó.

“¡Elaine!” dijo él mientras corría hacia ella. Ella no respondió.


La cogió por los brazos y la agitó. Nada. La subió a su caballo, cansado por la carrera hasta allí, y se aseguró de que estuviera bien sujeta para que no se cayera durante el camino. Rompió a galopar hacia el caballo deseando llegar a tiempo. No podía morirse. 

miércoles, 5 de agosto de 2015

El Escudero

Volvió a mirar al libro después de pasar de página. En la siguiente imagen, el joven de pelo negro y ojos azules claro recibía una espada de un hombre de pelo entrecano y mirada cansada en la orilla de un lago. Por el color del cielo, parecía que acabara de amanecer. A unos metros de ellos, tres figuras con armadura, pero sin casco, observaban. Como establecía la ceremonia, los tres testigos debían vestir la armadura de gala pero sin cubrirse la cabeza, de manera que el casco lo aguantaban con la mano derecha. Con la mano izquierda sujetaban una lanza con sus respectivos pendones, que probaban que eran realmente caballeros. El del primero tenía un escudo rectangular con el fondo azur y dos peces cruzados en el centro, encuadrados por gotas de color azul. El del segundo estaba dividido por una franja diagonal de color burdeos, con los peces encuadrados de su familia en la parte superior y un Sol naciente naranja sobre azul oscuro en la inferior. El del tercero también tenía dos campos: el derecho tenía el fondo azul con el escudo familiar y el izquierdo un león rampante rojo sobre fondo blanco. Ellos, su padre y sus hermanos mayores, eran los testigos del nombramiento de Finn como escudero de un señor de la otra orilla del Lago: el Conde de Loxstide.

Finn recordó la escena como si la acabara de vivir. La espada era antigua, de hierro y más pesada de lo normal, por eso solo la usó ese día. Como el Sol acababa de salir, aún hacía el frío nocturno que caracteriza las tierras del condado de Loxstide y tenía las manos agarrotadas y doloridas de aguantar la espada sin nada más que su piel. Después del juramento, su padre y sus hermanos volvieron al barco que les llevó de nuevo al Señorío de Ion, el segundo más grande y rico después de la Ciudad. Allí lo dejaron. Allí estuvo Finn cuatro años, entre los doce que tenía en ese momento y los dieciséis, cuando lo nombrarían caballero. Fue en esa época cuando decidió que probaría suerte como caballero errante, pues no le gustaba la vida en el castillo: él prefería viajar. También fue en ese tiempo cuando conoció a una persona que iba a influir mucho en su vida, hasta el punto de enviarle a una misión con un final incierto.

Finn miró a su alrededor. Junto a la mesa y los candelabros, habían aparecido unas sillas, no ya de madera de roble, como serían las de un humilde cazador, sino de haya y cuero, con un escudo parecido al que tenía en el pecho tallado en el respaldo, dignas de un noble. Las paredes empezaban a tener tapices sobre la fría piedra. Ahora entendía lo que el anciano había dicho: conforme más recordaba, más llena estaba la habitación. Ya recordaba gran parte de su vida anterior al Bosque, su tiempo como Finn de Ion, el tercer hijo.

“¿Cómo puede ser que acabara en el Bosque Oscuro viviendo?” se preguntó. “¿Quién es ese Señor del que habló Lady Genvra? ¿Por qué me enfrenté a él?”. Intentó seguir recordando, pero no tuvo éxito.


Silbó el viento y entró en la habitación moviendo las cortinas de blanca seda. “Finn, soy yo” oyó que decía una voz de mujer joven que llegó con la brisa del Lago. “Finn, recuérdame” escuchó de nuevo. Cuando se fue ese dulce sonido, se dio cuenta Finn que la página ya había sido pasada.

martes, 4 de agosto de 2015

El tercer hijo

Para su sorpresa, no había ninguna letra escrita: solo un dibujo muy detallado con colores vivos. Se podía ver a un hombre de unos veinticinco años con una poblada barba pelirroja que tenía el pelo castaño y corto. Entre sus manos tenía a un frágil bebé. El hombre miraba con ternura al pequeño y le brillaban los ojos, como si unas lágrimas fueran a derramarse. Junto a él había una joven mujer de unos veinticuatro años con los ojos claros. Su pelo le caía liso sobre los hombros hasta la mitad de la espalda. Estaba tan bien pintado, que parecía que fuera seda en lugar de cabello. La pareja vestía unos trajes azules con un escudo rectangular que tenía el fondo azur y dos peces cruzados en el centro, encuadrados por gotas de color cian. Miraban ensimismados al pequeño.

Pasó la página y la imagen era diferente. Ahora podía ver a tres niños de diferentes edades jugando en un patio de armas. Los dos mayores hacían ver que eran caballeros y luchaban con espadas de madera. El más alto, que tendría unos diez años, era castaño, como su padre, y llevaba una protección de cuero sobre el traje azul cielo y rojo. El otro, con el pelo rojizo, de unos ocho años, vestía con de verde bajo la protección para los golpes similar a la de su hermano. A juzgar por las caras y las posiciones de cada uno, felicidad y estabilidad en el pelirrojo y furia en la mirada del castaño, Finn dedujo que el pequeño había golpeado al mayor y había ganado el asalto. El tercer niño estaba de espectador, sentado sobre unas maderas, asombrado por la manera de luchar de sus hermanos. Los miraba con admiración. Deseaba poder luchar con ellos y demostrar que era igual o mejor, pero, aunque tenía ya su propia espada de madera, era demasiado pequeño para hacerlo. El pequeño, de unos seis años, dibujaba con un palo en la tierra del suelo mientras observaba atentamente con sus ojos azul claro a sus hermanos y la brisa removía su pelo negro como la noche sin Luna.

Súbitamente, Finn sintió que estaba allí, viendo a sus hermanos pelear como verdaderos caballeros, bajo la atenta mirada del maestro de armas. Se dio cuenta entonces de un error en la imagen. En aquel patio no estaba la puerta abierta desde la que el maestro vigilaba cada movimiento y ataque para corregirlos cuando hubieran acabado o intervenir, en caso necesario. Cerró los ojos y los abrió de nuevo. Ahora sí estaba: detrás de los hermanos, en el fondo, la silueta de un hombre se veía recortada ante una puerta que antes no estaba allí. Esa era la verdadera escena.


Finn levantó la vista del libro y notó algo diferente en la sala. Parecía que todo brillase más. Los candelabros, antes mates, ahora parecía que los hubieran bruñido y, con la luz que entraba, relucían. La tela de las cortinas ya no era gris, sino de un blanco inmaculado. El joven sintió que, en su interior, algo estaba cambiando.

miércoles, 15 de julio de 2015

Advertencias

Finn acercó las manos al libro con una mecla de temor e intriga por lo que podría recordar: ¿Sería todo bueno? ¿Valía la pena hacerlo? Lo cogió por el lomo con la mano izquierda y lo levantó. Era asombrosamente ligero, aunque daba la sensación de ser sumamente pesado cuando estaba sobre la mesa. La cubierta era de terciopelo azul. Con la mano derecha, lentamente, empezó a abrirlo por la mitad.

-¡Alto! -le paró el anciano- Los libros tienen un orden y este debe ser respetado... -hizo una pausa- y, en este caso, todavía más.

El joven le miró callado, esperando a que continuara, y apartó la mano derecha de donde estaba.

-El libro tienen todos tus recuerdos -prosiguió-: todo lo que has vivido, se ha escrito aquí. Si lo lees en el orden del texto, todo volverá a su lugar. Ahora bien, si lo alteras, recordarás todo en un orden diferente al real y puedes llegar a perder la cordura.

Finn, mirando fijamente a Ion, abrió el libro por la primera página. Cuando empezó a bajar la cabeza, el anciano habló de nuevo.

-Una última advertencia. En este libro está escrito todo lo que ha ocurrido hasta hoy y, si lees demasiado, pagarás un precio.

-¿Leer demasiado? ¿Qué quieres decir con eso? -le espetó Finn, molesto porque no le había dicho todo a la vez.

-Sí -respondió con una calma que contrastaba con la actitud del joven-. Leer lo que ya recuerdas, leer demasiado, hace que olvides.

Finn abrió los ojos con espanto.

-¿Cómo... Cómo sabré cuándo parar? -preguntó asustado-. Si no recuerdo lo anterior, no sabré cuándo termina... Si leo lo recordado, ¿lo olvidaré todo o solo lo releído? -se apreciaba miedo en su voz.

-Olvidarás lo que leas y aquello que sea consecuencia directa de ello. Tú confía en tu instinto: él te dirá el momento exacto en el que debes parar. Ahora que ya has sido advertido de todo, aquí te dejo con el libro. Mucha suerte, Finn de la casa de Ion.

Dicho esto, se dirigió a la puerta por la que había entrado antes y la cerró detrás de sí. El joven tenía el libro entre las manos. Temblaba.

Con cuidado, bajó la vista hacia el libro. No encontró nada escrito, solo vio la portada. Pensó que seguramente lo habría cerrado inconscientemente después de la segunda advertencia. Una vez más, abrió el libro pero miraba hacia el sitio donde antes estaba el anciano Ion. Respiró profundamente. Recorrió la habitación con los ojos. Respiró de nuevo. Su corazón latía a una gran velocidad. Cerró los ojos un segundo. Volvió a respirar y los abrió. "Ya es hora de saber quién soy realmente" se dijo. 

Bajó la cabeza y miró la primera página de su libro. Estaba preparado para recordar.

jueves, 18 de junio de 2015

¿Dónde estás?

Hace tanto tiempo que no sé de ti que por momentos creo que no llegaste nunca a existir. Sé tu nombre, no lo he olvidado y también sé dónde vivías cuando nos conocimos, de hecho bastantes veces he pasado por delante por si me sonreía la suerte y te veía... Pero no. Nunca ha ocurrido. Probablemente ya ni vivas allí... 

Ahora ya no sé exactamente cómo eres. Creo recordar que tenías el pelo rubio claro y que eras alta, bastante alta -aunque teniendo en cuenta mi estatura en aquel entonces, no es un dato muy fiable-. También tenías la piel bastante clara, blanca, que conjuntaba con el traje de práctica de Taekwondo, o eso creo yo. 

Sé que nunca lo leerás, y si lo haces, probablemente no te reconocerás porque el recuerdo puede estar lejos de la realidad, aunque no lo quiera. ¿Nos veremos de nuevo alguna vez? No lo sé, me gustaría pensar que sí. ¡"Nos veremos donde se encuentran los caminos" (El Nombre del Viento), dónde si no, señorita!

viernes, 29 de mayo de 2015

Recuerdos

El joven cazador abrió los ojos y vio todo blanco: ningún árbol, ningún arbusto. Nada. Solo un techo y unas paredes de mármol. Sus ropas de cazador habían sido cambiadas por unos ropajes blancos, parecidos a un hábito, cruzados por una cinta azul con unas letras cosidas en oro en una lengua que desconocía. En el pecho, bordado, había un escudo rectangular con el fondo azur y dos peces cruzados en el centro, encuadrados por gotas de color cian. No lo reconoció.

Se levantó de la cama y se dirigió hacia una puerta de abedul de esa habitación. Asió el pomo de oro, la giró y la abrió. La película de polvo que lo recubría le dejó la mano gris. 

“¿De quién será esta casa? Por la cantidad de polvo que había en ese pomo seguro que desde hace tiempo que aquí no hay nadie…” Se dijo al tiempo que se frotaba las manos para que desapareciera el color gris.

La cruzó y se encontró ante un pasillo con puertas a los lados y una potente luz en el otro extremo. Caminó hacia ella, intentando abrir, sin éxito, ninguna de las otras puertas laterales. Conforme se acercaba pudo distinguir los contornos de una puerta. Oía de fondo el murmullo del agua. Cruzó la apertura y se encontró en un balcón delante de un gran lago. Caminó hasta la balaustrada. Miró hacia todos los lados pero no veía más que la inmensidad y, a lo lejos, cubierto entre bruma, una montaña oscura.

Oyó una puerta abrirse y se giró. Junto a la que él había usado para salir, se había abierto otra y una sombra estaba al fondo. La siguió a paso rápido pero cuando llegó donde estaba, ya había cruzado la esquina. Caminó aun más veloz y de nuevo la sombra había sido más rápida. Al final del pasillo había otra puerta, esta vez entreabierta. Se acercó a paso lento. Salía una tenue luz de ella. La abrió y entró.

“Hola, Finn, hijo de Ion” dijo una voz profunda.

Asustado, el joven se giró y vio a un anciano con pelo canoso y larga barba. Llevaba como él unas vestimentas blancas, pero en el cinto tenía además una espada. Estaba de pie, en el centro del gran salón, junto a una larga mesa de madera de pino negro, que era el único mueble que había. 

“Tranquilo, no te haré nada malo” siguió hablando el anciano. “Al fin y al cabo, eres sangre de mi sangre, y yo jamás daño a los míos.”

“¿Quién es usted? ¿Dónde estoy?” articuló Finn, que era lo único que pudo decir. Estaba admirado por la altura de esta habitación y, a su vez, por la sensación de vacío que daba al solo haber una única mesa, iluminada por los rayos solares que cruzaban todas las ventanas para impactar sobre ella.

“Estás en la casa de Ion” respondió con tranquilidad. “Es decir, en mi casa. Estás…”

“¿Cómo puede ser que estuviera en el Bosque Oscuro cazando y que, de repente, esté aquí ahora?” Le espetó, cortándole.

“¡Ah!” volvió a empezar con cara de asombro el anciano. “Veo que no lo entiendes. Mi casa no es un lugar físico. Está en la cabeza de todos los miembros de mi familia, es aquello que les permite ser llamados hijos de Ion. Tú sigues estirado allí donde has cazado a la cierva y donde ha aparecido Lady Genvra, pero tu cerebro ha vuelto, por primera vez desde hace dieciséis años, a tus recuerdos anteriores a que sucumbieras ante el Señor del Bosque.”

“Pero yo no recuerdo nada de esa supuesta época: yo siempre he vivido en el Bosque con mi familia y nunca he luchado contra ese Señor del que habláis” respondió el joven.

“Por eso la casa te da la sensación de estar vacía. Porque te han hecho olvidarlo todo. Te lo ocultaron.” Paró un momento. “Ya es hora de que recuerdes quién eres y para esto Lady Genvra te ha enviado aquí. Acércate, hijo.” Le dijo al joven haciéndole una seña hacia la mesa.

Con desconfianza y con paso firme caminó hasta la mesa. Había un libro sobre ella con la cubierta de color azul marino y un escudo idéntico al que estaba cosido en su pecho. “¿Qué es esto?” Preguntó al anciano.


“Tus recuerdos” 

sábado, 2 de mayo de 2015

La Señora del Lago

En el frondoso bosque, lejos de los tenebrosos jinetes encapuchados, que vigilaban el linde del bosque, y del Señor del Valle y su séquito, que se dirigían a la Ciudad del Lago, dos ciervos se perseguían. El primero era de color luna plateada y el segundo, marrón claro con una línea casi negra sobre la columna. Corrían y saltaban entre los árboles. Iban a gran velocidad y, aun así, no tocaban ni un árbol ni un tronco con las astas. Estaban como dos peces en el agua, disfrutando de la libertad que la naturaleza les ofrecía. Trinaban los pájaros del bosque y graznaban los cuervos cuando el ciervo plata se aceró a un tronco que se dividía en dos. Se oyó un silbido. Después, un gruñido de dolor. El segundo animal cambió rápidamente de dirección y olvidó su blanca presa, que paró en seco. Entonces, cayó.

A unos treinta metros hubo un movimiento en unos arbustos. Vestido de beige con una piel de oso para protegerse del frío se levantó un joven que podía tener unos veintiocho años. Era de constitución fuerte y brazos poderosos. Tenía la cara cuadrada por una prominente mandíbula inferior. Su pelo era de color negro y la barba rojiza. Llevaba en la mano izquierda un arco de madera de roble, abundante en esos parajes, con unas inscripciones talladas en la parte exterior, y, colgado del brazo, un carcaj de piel de zorro y tela con cinco flechas. “Ahora que ya hay un ciervo herido” se dijo “podré matarlo y no necesitaré utilizar las otras saetas: ya habrá comida en casa para toda la familia”.

Caminó tranquilamente hacia la presa mientras miraba a su alrededor por si veía otra oportunidad de llenar la despensa de la cabaña con más comida. Llegó junto al extraño árbol y vio que el animal con la flecha atravesada era la mítica cierva luna, aquella a la que ningún cazador del pueblo había alcanzado jamás. Feliz por su proeza, y para que los otros del pueblo le creyeran, decidió que se llevaría el cuerpo entero en lugar  de separar la piel y la carne en el bosque. Se desenroscó una cuerda que le cruzaba el torso y se arrodilló delante del animal para atarle las patas.

“¡Hijo de Ion! ¡Hijo de Ion!” dijo una voz aguda y suave cuando sopló una suave brisa.

El joven no reaccionó porque pensó que no había sido sino el viento contra las hojas de los árboles.

“¡Hijo de Ion! ¡Hijo de Ion!” repitió la misteriosa voz.

Se detuvo. Con sumo cuidado, levantó la cabeza y miró hacia todos los lados con nerviosismo. Nadie estaba a la vista. En ese bosque, con los guardias oscuros y el misterioso y temido señor de regreso, ningún evento extraño era bien recibido. Las voces desconocidas, todavía menos.

“¡Hijo de Ion! ¡Noble caballero de la Casa de Ion! ¡Hijo del Lago! ¡Responde a mi llamada y recuerda quién eres! ¡Recuerda tus orígenes!” silbó la misma voz de nuevo con la brisa.

Asustado, extrajo un cuchillo que tenía oculto en la bota derecha y lo blandió hacia todas direcciones. Giró sobre sí mismo con el arma empuñada hacia delante. Cuando paró se quedó helado: estaba frente a la mujer más hermosa que jamás había visto. Allí donde antes no había sino aire, ahora estaba una alta y esbelta dama, con los cabellos largos color ébano y recogidos en una gran trenza que le caía sobre el pecho. Vestía con un traje plateado, como la cierva, que le llegaba hasta los blancos pies descalzos. Como toda su piel, su cara era de color marfil y tenía unos almendrados ojos esmeralda. Su mirada era tan profunda que parecía que pudiera leer la mente de aquella persona a la que mirara. Llevaba puesta una capa verde clara y la capucha, más oscura, le colgaba entre los hombros. En el centro del vestido había bordado un escudo rectangular con el fondo de color azur con dos peces en el centro cruzados encuadrados por gotas de color cian.

“No temas, joven” dijo la bella mujer. “No estoy aquí para dañarte: solo te quiero recordar quién eres, quiero que vuelvas a ser tú mismo”

“¡Ya sé quién soy!” respondió él con desconfianza.

“¡No!” rápidamente le cortó ella. “Crees que lo sabes, pero no es así. Dime, ¿qué recuerdas de tu vida? ¿Dónde naciste? Dime, ¿qué sabes de tu vida fuera de este valle?”

“Yo… siempre he vivido aquí, en el pueblo” respondió él, tartamudeando.
La mujer le hizo una mirada reprobatoria

“¿Y tus padres, les recuerdas?”

“Emm… Mi padre se murió cuando era pequeño o me abandonó, no estoy muy seguro” dijo con voz temblorosa. “Mi madre murió en el parto, de ahí que no tenga imágenes de ella en mi memoria.”

“¿Eso es todo lo que recuerdas?” preguntó con desdén. “Busca en lo más profundo, intenta verte cuando eras más pequeño. ¿De cuándo es tu primera memoria?”

Durante unos largos minutos ninguno de los dos habló. Él estuvo con la mirada perdida en el infinito mientras que los verdes ojos de la dama restaron fijos en él. Estaba expectante, ávida de querer oír su respuesta, su recuerdo.

“Mi primer recuerdo es del día de mi unión con Lhana, ante el gran templo…” respondió con firmeza y, antes de que la desconocida, que podía verse en su cara que estaba entristecida y dolida, reaccionase, continuó. “Y vos, ¿quién sois?”

“Yo soy Lady Genvra, señora del Lago y protectora de la Casa de Ion” contestó con orgullo y ya sin rastro alguno de tristeza en el rostro. “Desde hace años, tu señor padre llora la pérdida de su hijo menor, que partió en una misión de la reina, esa joven hija de molinero amiga suya que engatusó al difunto rey, y nunca más se supo de él. Dieciséis años han pasado ya y casi ha perdido toda esperanza. Durante los primeros cinco, esperaba tu retorno, pero nada; en los siguientes, decía que se contentaba con una carta, dijera lo que dijera, era suficiente, afirmaba constantemente, pero tampoco llegó información alguna; en los últimos cinco, he visto como la tristeza le consumía… ¡Incluso estuvo al borde de la muerte!” Cada vez hablaba con más dureza y su voz ya no era suave como al principio. El joven estaba sorprendido por las noticias y entristecido por aquel hombre y quería decirlo, pero temía la reacción de la mujer, por lo que siguió escuchando en silencio, sin moverse.

“Tan solo la noticia de la audiencia que podrá tener con la reina en la coronación de su hijo le ha devuelto las ganas de vivir” continuó. “Por fin tendrá una oportunidad para preguntar sobre esa misión a la que envió a su hijo, a la que tú fuiste, y de la que no volviste. No alberga ya esperanzas de verte con vida…” dijo con tristeza. “Te fuiste en una misión para ayudar a tu amiga, no porque fuera la reina, y cumpliste parte, descubriste la identidad de un ser realmente peligroso, que en su momento, y ahora, pretenden dañar a la reina y a su hijo. Debes terminarla. ¡Debes recordar quién eres para volver y revelar la verdad!”

“Lady Genvra, ya le he dicho qué recuerdos tengo: antes de ese momento, todo son imágenes borrosas…”

“¡Y ninguna real!” le cortó. “Si te sigues negando, si no haces el esfuerzo de recordar por ti mismo, te forzaré yo y, te lo garantizo:” dijo en tono amenazante “te dolerá”.

“Pero yo…”


No pudo terminar la frase. Lady Genvra levantó la mano derecha y la apoyó sobre su frente. Articuló unas palabras sin emitir sonido alguno. Hubo un destello de luz azul donde se tocaban el joven y la dama. Como si le hubiera caído un rayo, el cazador, el hijo de la Casa de Ion, se desplomó sobre la tierra. No se movía. No respiraba.

miércoles, 8 de abril de 2015

Del Blanco al Verde


En la alta montaña,
En el gélido castillo,
En la espaciosa sala,
Con la cristalina corona,
Con el congelado cetro,
La reina espera sentada.

Por el verde valle,
Con los interminables séquitos,
Por las sinuosas rutas
De las escarpadas montañas,
Hacia la gélida fortaleza
De la poderosa señora,
Tres reinas sin demora avanzan.

A las puertas de la fortaleza
Las ilustres damas llegan.
De esmeralda, de ocre y de azafranado,
Ellas visten.

Con un bello vestido albeo
La llegada de sus hermanas
La reina aguarda.
Con ojos vidriosos,
Con lágrimas en las mejillas,
Como su blanco querido desaparece,
Como el verde intenso se abre paso,
La dama observa.

En la sala ya reunidas,
En sus respectivos asientos,
Las cuatro grandes señoras
Están ya situadas.

“Ya ha llegado el momento”
“El equinoccio ya está aquí”
“Entrega el cetro fría hermana”,
Le dicen a la triste reina.

“Mis ojos han visto derretirse mi obra,
Mi tiempo para descansar no puede ya esperar”
Responde la dama del castillo.
“Hermana mía, aquí tienes el frío cetro”
De la dama de blanco a la de verde,
Pasó el poderoso objeto.

“Gracias, amable hermana, por el trabajo realizado,
Con mucho gusto, te tomo el relevo”
Y el cetro guardó en sus manos
Y de una flor de hielo que era,
Una bella rosa roja devino.

“Hasta el próximo encuentro, hermanas”
Se dijeron unas a otras.
“Hasta el solsticio de verano”.

¡Y así es como el frío invierno terminó

Y la verde primavera comenzó!

jueves, 12 de febrero de 2015

El retorno del discípulo

Una noche a dos días de la coronación del joven príncipe, cuando lo normal era ver a cualquier hora del día gente cruzando las puertas de la Ciudad del Lago, un jinete encapuchado abandonó la ciudad. Su corcel de color negro estaba parcialmente cubierto por su capa y por la forma de esta se podía intuir que, como mínimo, tenía una espada en cada lomo. Tomaron el llamado Camino Blanco que llevaba directo a un oscuro valle  rodeado de altas montañas y siempre cubierto por niebla y nieve. Según algunos era el hogar de un terrible hechicero y las sombras de los que habían caído bajo su magia custodiaban los accesos. Eso lo decían los temerosos y los cuentacuentos. En cada pueblo que pasaba, cuando el jinete preguntaba por dónde seguía la ruta, todos le miraban con horror: le tomaban por un loco. Él sabía que las historias eran ciertas. Él conocía a ese ser que tenía atemorizados a los habitantes que le indicaban el camino. Él era su discípulo.

Amanecía cuando salió de la última aldea antes de cruzar el Paso Blanco, la parte final del camino que siempre estaba congelada, con nieve y que estaba a unos metros del Bosque Oscuro, que ocupaba la totalidad del valle. Con paso firme cabalgaron sobre las placas de hielo oyendo los crujidos producidos por los impactos de las herraduras. Avanzaron sin parar cuando volvieron a pisar suelo arenoso y, antes de que pudieran darse cuenta, la luz del Sol estaba oculta por la frondosidad: apenas unos rayos atravesaban los pocos huecos entre las ramas más altas. El jinete sintió unas presencias a los lados. Sin girar la cabeza y con un ligero movimiento con la mano derecha, destapó una de las espadas. En lugar de desaparecer, estas aumentaron: tanto a su derecha como a su izquierda, cinco sombras montadas cabalgaban a su ritmo y altura. Se empezó a poner nervioso: siempre reconocían esa señal, pero esta vez no lo habían hecho.

"¿Por qué no han comprendido la señal?" Se preguntaba. "¡Deberían haberse ido a cubrir sus puestos de nuevo! ¿Qué hago?"

Entonces recordó una de las enseñanzas de su maestro dieciséis años atrás, antes del desastre que le obligó a desaparecer y a él le permitió viajar. Llevaba las bridas en la mano derecha y con la mano libre realizó un breve y leve movimiento de derecha a izquierda mientras musitaba unas palabras con un tono casi inaudible. Al instante, los diez jinetes desaparecieron. Llegó a un claro y vio el castillo en la montaña. Oyó una voz que le llamaba y rápidamente reconoció que era la de su maestro, que había sentido su presencia en el valle. Retomó el camino. Aumentó el ritmo. Fustigó al caballo. Entonces, galopó.

La puerta de la fortaleza estaba abierta, tal y como fue dejada quince años atrás. Entraron raudos y desmontó en el patio interior. Sin coger nada y sin quitarse la capucha, el discípulo entró en una de las torres y subió por las escaleras que giraban sobre el eje central de la torre. Cada paso producía un crujido.

"Espero que no se rompan ahora" pensaba mientras saltaba escalones de dos en dos.

Llegó a la primera puerta, a una altura de unos diez metros, y la cruzó. La manta de nieve que cubría el suelo de piedra amortiguó el impacto de la bota contra la superficie. A unos ciento cincuenta metros, en el punto medio entre las dos torres, una figura encapuchada miraba en dirección a la Ciudad del Lago. Parecía no haberse dado cuenta que había otra persona más. Nada más lejos de la realidad. El discípulo se arrodilló sobre una pierna e inclinó la cabeza a un metro del ser.

"Maestro, bienvenido. Aquí estoy" dijo servicialmente
"Ya has vuelto, joven discípulo" contestó con una voz seseante "El momento ha llegado. Mi guardia nos espera abajo. Dales las ropas de gala, las que tienen el roble, la montaña y el castillo bordados. Ponte tú las tuyas. Lord Tiltskin, el Señor del Bosque Oscuro, estará presente en la coronación de Su Alteza el príncipe Eoin y su séquito, lógicamente, irá con él."
"Como deseéis, Maestro" respondió poniéndose en pié y se retiró.

 Dos horas después, un grupo de doce jinetes encapuchados con los emblemas del Señor del Bosque Oscuro y las Montañas Heladas, su estandarte y su pendón cruzaron el Paso Blanco en dirección al Lago. Atravesaron varias aldeas, pero nadie se atrevió a salir de sus casas por miedo: hacía mucho tiempo que nadie descendía de allí. La gente no sabía quiénes eran esos ni reconocieron el escudo. El Maestro lo sintió y esbozó una sonrisa: como lo habían olvidado, nadie iba a reconocerlo. Podría tener su venganza.