“Dicen que no hay dos caminos
iguales” empezó a decir la figura oculta de la luz en la esquina de la taberna.
“Y eso no puedo negarlo, pero sí hay indicios que te hacen pensar que este
camino es parecido a otro que ya has recorrido”.
“¿Qué dice ese ahora?” preguntó al
aire un parroquiano habitual con una jarra de cerveza en la mano que alzó hacia
el anónimo y vertió parte del contenido sobre el suelo.
“¡Eh! No te exaltes” le espetó
dueño del local. “Paga sus bebidas y no ofende a nadie, así que puede hablar
tranquilamente. Si no quieres escucharle, tráete otra persona con la que
hablar. Aunque te recomiendo que le des una oportunidad, suele decir cosas
interesantes”.
El parroquiano miró con ira al
hombre, dió un bufido y pegó un trago a la jarra: entre lo tirado y lo bebido, la
mitad había desaparecido.
“Gracias, jefe, pero no hacía
falta: suele pasarme” dijo el hombre oculto en la sombra con un tono risueño. “A
lo que iba: no hay dos caminos iguales. Lo puedo asegurar: he recorrido muchos
tanto a caballo, como a pie, como en una jaula de camino a una prisión, pero
ninguno era idéntico al otro. ¿Parecidos? Sin duda”. Se llevó el vaso que tenía
a la boca. Bebió. Lo alzó y lo volvió a apoyar en su sitio. Cerró los ojos y
levantó la cabeza para oler la mezcla del aroma de la madera de las paredes del
edificio con el del fuego y el de los alimentos servidos entre la gente que
estaba allí en ese momento. Es tan
acogedor, pensó, es como si estuviera de nuevo en casa. “Esto
me recuerda a algo… Sí. Me acuerdo. Lo veo…” se hizo el silencio. “Cerrad los
ojos y mirad vosotros también” les ordenó.
“Estáis siguiendo un sendero
curvo que atraviesa un bosque. Podéis oler la naturaleza: la lluvia recién
caída, los tréboles, el césped, los arbustos, las nomeolvides y otras flores
que crecen alrededor del camino que seguís. Algunos árboles se entrelazan entre
sí ahora. Más tarde se unen de los dos lados y os cubren del Sol, haciendo así
que sintáis escoltados, protegidos. A lo lejos, aparece un claro con una
pequeña casa de madera. Vais directos hacia ella porque es allí donde os
dirigís. Habéis llegado, por fin. Abrís la puerta y dais un paso. De repente,
oscuridad. Estáis cayendo. Las paredes de madera se ven sustituidas por unas de
tierra oscura. Alzáis la cabeza. Os estáis alejando de la luz. Miráis con miedo
hacia abajo. Oscuridad. Nada. Entonces, una mano os ase con fuerza, dais una
sacudida, pero vuestra caída acaba. Volvéis la vista hacia arriba y una gran
luz os impide identificar a quien está tirando de vosotros hacia arriba. Estáis
cegados, pero sabéis que alguien os está ayudando. Cuando os dais cuenta, ya no
estáis siendo llevados a la luz, sino que estáis una vez más en la superficie:
donde habíais visto una casa, ahora no hay más que un agujero. Agradecéis al
aire, al Creador, al Ser Supremo que os ha ayudado y os vais de allí para no
volver. Nunca.” Pasan unos segundos. Nadie dice nada.
“Pasado un tiempo, estáis
avanzando por un camino ancho entre dos campos de trigo. Camináis
tranquilamente hasta que, lentamente, cambia el paisaje. Lo que antes eran explanadas
sin fin, ahora son explanadas de árboles. Alzáis la vista y veis que estáis
entrando en un bosque. El sotobosque os es familiar, pero nunca lo habíais
visto antes porque esta región es nueva para vosotros. Apreciáis en él tréboles
y algunas flores diminutas con pétalos azules. Algunos árboles se entrelazan y,
por la frondosidad del lugar, otros unen sus ramas superiores para daros
cobertura. Repentinamente, observáis una bifurcación: un camino os lleva a un
claro con una posada que tiene un carro y cuatro caballos atados, mientras que el otro os lleva al
corazón del bosque… o eso creéis, porque no veis que hay más allá. Estáis
hambrientos, sabéis que en la posada podréis descansar y un carretero –cuyo carro
puede ser que sea el que veis… o no– que salió por la mañana, antes que
vosotros, os recomendó pasar porque tenían la mejor comida de la región. Ahora
bien, en la última aldea os dijeron que en el corazón del bosque se hallan
ocultos secretos que todo viajero quiere descubrir.
Es cierto, los caminos pueden
volver a encontrarse, puede ser que confluyan en la posada. También es posible
que no sea así. Tenéis motivos para seguir cualquiera de los dos: el hambre,
los consejos, la búsqueda, la curiosidad, el miedo… El primer camino os es
familiar, pero puede que no sea igual que aquel que recordáis y, si lo fuera, tampoco
sabéis si volveréis a ser salvados. El segundo no sabéis cómo será: solo que el
hambre hará estragos, el cansancio también y, por ello, sufriréis, pero a eso os
podréis acostumbrar. Es una disyuntiva
total: o uno u otro, pero no los dos. ¿Cuál escogeríais?”
Cuando pronunció la última
palabra, con un suave movimiento de mano, se puso un sombrero, dejó caer unas
monedas junto al vaso a medio y se fue. Caminó unas horas y se paró en seco.
Ante él podía ver un camino complicado, con florecitas azules, en el que a
través de la comprensión de la tierra, podría salvar cualquier obstáculo y
llegar al refugio al que parecía dirigir donde sería acogido con gratitud y algún
tipo de estima. Ahora bien, junto a este, había otro. Otro en el que sabía que
no habría tanta estima por aquellos que le esperaban en el refugio y que
incluso podía dañar a alguien de ahí, pero que quizás podía liberarle. Sí,
sabía que algo le dolería porque se apartaría silenciosamente de gente a la que
quería –y, como en el primero, había nomeolvides que se lo recordarían-, pero
eso podría llevarle a encontrar algo mágico. Le llevaría al corazón del bosque.
Recordó entonces al poeta Frost,
que decía:
Dos caminos se bifurcan en un bosque y yo,
yo tomé el menos transitado
y eso hizo toda la diferencia
Sabía que tenía que avanzar, pero
tenía miedo por lo que podría pasar, por la diferencia que iba a hacer, si
tomaba, como en el fondo de su corazón susurraba una voz, el que se apartaba
del refugio.