miércoles, 8 de noviembre de 2017

Un lugar especial

Dormía plácidamente cuando lo que parecía el sonido de unas alas lo despertó. Abrió los ojos y vio que estaba en el jardín de una gran mansión.

“¡Qué raro! Juraría que estaba durmiendo en mi cama” pensó.

Dio unos pasos hacia la casa y vio que había gente vestida en colores muy claros, casi blanco. Parecía que brillaban. Siguió caminando y abrió la puerta de cristal.

“¡Cuánta paz! ¡Qué bien se está aquí!” cruzó su mente en el momento en que entró en el edificio.

Caminó a través de dos habitaciones y llegó a un gran salón. Había poca gente y estaba a punto de salir cuando, con el rabillo del ojo, vio que unas personas vestidas de un color puro le miraban fijamente con una sonrisa grande en la boca. Ladeó la cabeza y reconoció los rostros de cuatro personas a las que quería, pero había, en cierto modo, perdido. Uno hacía ya unos años; los otros tres, hacia menos.  Se acercó y sus ojos se tornaron vidriosos mientras unas lágrimas recorrían sus mejillas.

“No llores” dijo el más joven de entre ellos.

“No estés triste” dijo la mujer.

“Os estaremos esperando” añadió el más anciano.

“Pero no tengáis prisa” completó el tercer hombre, aquel que había sido el primero en irse.

“Os cuidaremos desde aquí y os protegeremos” cerró el que primero había hablado.


Las lágrimas siguieron derramándose pero ya estaba tranquilo. Era todo lo que necesitaba oír. Cerró los ojos un momento porque le escocían. Los abrió de nuevo y vio el techo de su habitación de nuevo. Esta vez estaba más tranquilo que cuando se acostó. Sabía que estaban todos bien, que estaban felices, que no sufrían, que descansaban.

domingo, 23 de julio de 2017

Caminos

“Dicen que no hay dos caminos iguales” empezó a decir la figura oculta de la luz en la esquina de la taberna. “Y eso no puedo negarlo, pero sí hay indicios que te hacen pensar que este camino es parecido a otro que ya has recorrido”.

“¿Qué dice ese ahora?” preguntó al aire un parroquiano habitual con una jarra de cerveza en la mano que alzó hacia el anónimo y vertió parte del contenido sobre el suelo.

“¡Eh! No te exaltes” le espetó dueño del local. “Paga sus bebidas y no ofende a nadie, así que puede hablar tranquilamente. Si no quieres escucharle, tráete otra persona con la que hablar. Aunque te recomiendo que le des una oportunidad, suele decir cosas interesantes”.

El parroquiano miró con ira al hombre, dió un bufido y pegó un trago a la jarra: entre lo tirado y lo bebido, la mitad había desaparecido.

“Gracias, jefe, pero no hacía falta: suele pasarme” dijo el hombre oculto en la sombra con un tono risueño. “A lo que iba: no hay dos caminos iguales. Lo puedo asegurar: he recorrido muchos tanto a caballo, como a pie, como en una jaula de camino a una prisión, pero ninguno era idéntico al otro. ¿Parecidos? Sin duda”. Se llevó el vaso que tenía a la boca. Bebió. Lo alzó y lo volvió a apoyar en su sitio. Cerró los ojos y levantó la cabeza para oler la mezcla del aroma de la madera de las paredes del edificio con el del fuego y el de los alimentos servidos entre la gente que estaba allí en ese momento. Es tan acogedor, pensó,  es como si estuviera de nuevo en casa. “Esto me recuerda a algo… Sí. Me acuerdo. Lo veo…” se hizo el silencio. “Cerrad los ojos y mirad vosotros también” les ordenó.

“Estáis siguiendo un sendero curvo que atraviesa un bosque. Podéis oler la naturaleza: la lluvia recién caída, los tréboles, el césped, los arbustos, las nomeolvides y otras flores que crecen alrededor del camino que seguís. Algunos árboles se entrelazan entre sí ahora. Más tarde se unen de los dos lados y os cubren del Sol, haciendo así que sintáis escoltados, protegidos. A lo lejos, aparece un claro con una pequeña casa de madera. Vais directos hacia ella porque es allí donde os dirigís. Habéis llegado, por fin. Abrís la puerta y dais un paso. De repente, oscuridad. Estáis cayendo. Las paredes de madera se ven sustituidas por unas de tierra oscura. Alzáis la cabeza. Os estáis alejando de la luz. Miráis con miedo hacia abajo. Oscuridad. Nada. Entonces, una mano os ase con fuerza, dais una sacudida, pero vuestra caída acaba. Volvéis la vista hacia arriba y una gran luz os impide identificar a quien está tirando de vosotros hacia arriba. Estáis cegados, pero sabéis que alguien os está ayudando. Cuando os dais cuenta, ya no estáis siendo llevados a la luz, sino que estáis una vez más en la superficie: donde habíais visto una casa, ahora no hay más que un agujero. Agradecéis al aire, al Creador, al Ser Supremo que os ha ayudado y os vais de allí para no volver. Nunca.” Pasan unos segundos. Nadie dice nada.

“Pasado un tiempo, estáis avanzando por un camino ancho entre dos campos de trigo. Camináis tranquilamente hasta que, lentamente, cambia el paisaje. Lo que antes eran explanadas sin fin, ahora son explanadas de árboles. Alzáis la vista y veis que estáis entrando en un bosque. El sotobosque os es familiar, pero nunca lo habíais visto antes porque esta región es nueva para vosotros. Apreciáis en él tréboles y algunas flores diminutas con pétalos azules. Algunos árboles se entrelazan y, por la frondosidad del lugar, otros unen sus ramas superiores para daros cobertura. Repentinamente, observáis una bifurcación: un camino os lleva a un claro con una posada que tiene un carro y cuatro caballos  atados, mientras que el otro os lleva al corazón del bosque… o eso creéis, porque no veis que hay más allá. Estáis hambrientos, sabéis que en la posada podréis descansar y un carretero –cuyo carro puede ser que sea el que veis… o no– que salió por la mañana, antes que vosotros, os recomendó pasar porque tenían la mejor comida de la región. Ahora bien, en la última aldea os dijeron que en el corazón del bosque se hallan ocultos secretos que todo viajero quiere descubrir.

Es cierto, los caminos pueden volver a encontrarse, puede ser que confluyan en la posada. También es posible que no sea así. Tenéis motivos para seguir cualquiera de los dos: el hambre, los consejos, la búsqueda, la curiosidad, el miedo… El primer camino os es familiar, pero puede que no sea igual que aquel que recordáis y, si lo fuera, tampoco sabéis si volveréis a ser salvados. El segundo no sabéis cómo será: solo que el hambre hará estragos, el cansancio también y, por ello, sufriréis, pero a eso os podréis acostumbrar.  Es una disyuntiva total: o uno u otro, pero no los dos. ¿Cuál escogeríais?”

Cuando pronunció la última palabra, con un suave movimiento de mano, se puso un sombrero, dejó caer unas monedas junto al vaso a medio y se fue. Caminó unas horas y se paró en seco. Ante él podía ver un camino complicado, con florecitas azules, en el que a través de la comprensión de la tierra, podría salvar cualquier obstáculo y llegar al refugio al que parecía dirigir donde sería acogido con gratitud y algún tipo de estima. Ahora bien, junto a este, había otro. Otro en el que sabía que no habría tanta estima por aquellos que le esperaban en el refugio y que incluso podía dañar a alguien de ahí, pero que quizás podía liberarle. Sí, sabía que algo le dolería porque se apartaría silenciosamente de gente a la que quería –y, como en el primero, había nomeolvides que se lo recordarían-, pero eso podría llevarle a encontrar algo mágico. Le llevaría al corazón del bosque.

Recordó entonces al poeta Frost, que decía:

Dos caminos se bifurcan en un bosque y yo,
yo tomé el menos transitado
y eso hizo toda la diferencia


Sabía que tenía que avanzar, pero tenía miedo por lo que podría pasar, por la diferencia que iba a hacer, si tomaba, como en el fondo de su corazón susurraba una voz, el que se apartaba del refugio.

miércoles, 31 de mayo de 2017

Sueños

Desde la ventana podía ver una gran duna que terminaba en una orilla y en algo parecido al mar… era extraño: habría jurado que la intención era ir a la montaña, pero bueno. No podía quejarme ya que esas eran las vistas que tenía desde una ventana panorámica en una habitación bastante grande. A la vez, algo turbaba mi espíritu: estaba intranquilo, nervioso, alterado.

Ensimismado por lo que tenía delante y lo que sentía por dentro, no la escuché llegar. La noté cuando me rodeó con sus brazos. Con calma me giré para poder mirarle a los ojos amables y cálidos y nos fundimos en un profundo abrazo. Fue mágico: me calmó y se llevó mis pesares. La tempestad que se había levantado en mi interior se disipó de súbito. Me apreté más a ella y sus largos cabellos marrón oscuro me cubrieron parte de la cabeza. Claro, comprendí, me sentía desprotegido y por eso necesitaba ese abrazo, ese contacto humano: estaba como alejado de la realidad, perdido. En todo caso, parecía que ella había obrado mágicamente en mi interior. Ahora, estaba en paz.

“Dicen que esa arena no quema y es muy fina. Se puede caminar bien por ella” dije sin separarme de ella, con los ojos mirando al infinito sobre el agua y agradecido de que estuviera allí.

“Vayamos entonces a la orilla del lago, ya haremos senderismo mañana. Voy a cambiarme” respondió con una sonrisa mientras nos separábamos y se fue a otra zona de la habitación.

“Me parece perfecto. Yo también” dije, aunque me chocaba que no hubiera recordado antes que las montañas estaban al otro lado y que, si bien es cierto que no veía la otra orilla, eso no era ni de lejos un mar.

Hacía poco que habíamos llegado y las maletas estaban recién deshechas. Me acerqué a un armario donde tenía guardadas las ropa de baño, cuando la puerta se abrió. Entró entonces una pareja de mediana edad y empezaron a ocupar la mitad de la habitación que nosotros no habíamos tocado.

“¡Buenos días!” saludaron al unísono con alegría.

“¡Bienvenidos!” les devolví el saludo

Parecía que tuvieran experiencia en viajes porque sin cruzarse muchas palabras y, en pocos minutos, su gran equipaje estaba ya guardado y las maletas cerradas. Yo lo vi mientras, sin fijarme, cogía una camiseta verde. Entonces, ella apareció con vestido de seda ligero de color esmeralda. ¡Habíamos escogido el mismo color! Sonreímos con la cara y los ojos. Se acercó y nos entrelazamos una vez más, pero esta vez fue más breve.

“Nos vemos abajo” me dijo sin perder su sonrisa.

“Hasta ahora” respondí con alegría.

Ella caminó hacia la puerta, la abrió y la cruzó. Súbitamente, todo se volvió oscuro. Parecía que todo estaba desapareciendo. ¡Qué pasaba! ¡¿Por qué ocurría?!

Se hizo el silencio. Solo oía mi respiración agitada. Un ruido llegó de fondo. Se aproximaba una música tranquila. Un fogonazo de luz la acompañaba.

“¡Buenos días, Ignacio! Hora de despertarte” me dije.


Me sorprendió que siguiera recordando de manera tan vívida y real aquello soñado. Lo escribí rápidamente para, más tarde, poder convertirlo en una pequeña narración y, mientras lo hacía, recordé eso que se dice de: “si sueñas con una persona, es que ella también está pensando en ti”. Mi pregunta es: ¿pensando de la misma forma? Bueno, será mejor no saberlo.

domingo, 26 de marzo de 2017

Un nuevo amanecer

La tormenta se desató hacia el final de la noche. Los guardias de Skellig vieron cómo azotaba las aguas y cómo el dios del trueno descargaba su ira.

“Espero que no haya ningún barco por ahí ahora” dijo uno cubierto con su capa. “Y si lo hay, que los dioses se apiaden de las almas de sus tripulantes”.

“¡Seguro que lo hay!” respondió contundentemente el otro. “Mañana empieza la gran feria de Narbe y algún mercader del sur querrá ser el primero en llegar. Aunque con esta noche, las aguas y las rocas ocultas, no sé yo si se acercaran a nuestras costas…”

Un rayo cayó y les pareció ver que no impactaba sobre las aguas. Poco tardó el trueno en hacerse oír.

En ese mismo momento, en el edificio colindante al Gran Salón, una niña de unos nueve años despertó súbitamente. Corrió a la cama de sus padres y empezó a dar golpecitos en el brazo de su padre para despertarle.

“Papá, papá” dijo la niña mientras dejaba el antebrazo descansar. “Papá, despierta. Va a llegar ahora. Con la tormenta.”

“Hija” dijo el padre con voz ronca y mirando a su hija. “¿Qué dices? Ves a dormir. No va a venir nadie ahora”. Cerró los ojos de nuevo.

“Papá” repitió la niña. “Lo he visto. Las otras veces tenía razón y era tarde cuando íbamos. Por favor, papá” insistió “vamos a la playa. Depende de nosotros.”

“Venga, Keiran” dijo Brianna, su esposa, con calma, pues sabía que era la única manera de convencerle. “Sally tiene razón. Ya ha demostrado que ve cosas que están a punto de pasar. Acompáñala con alguno de tu guardia personal a la playa. Si no hay nadie, estará tranquila; pero si sí lo hay, ya no estará de nuevo en silencio tanto tiempo por no haber salvado una vida.”

“Vale” cedió él. “Sally, ponte una capa y despierta a tu hermano Oisin. Yo avisaré a Cormac para que prepare cuatro caballos.”

Unos quince o veinte minutos después, cuatro figuras montadas cruzaron el pueblo y llegaron hasta la puerta donde dos guardias admiraban la tormenta desatada sobre el mar y que se empezaba a alejar.

“¡Abrid la puerta!” gritó Keiran a los guardias.

“Ahora vamos, señor” dijo uno, que bajó rápidamente de la torre, la abrió y les facilitó el paso. Las cuatro sombras tomaron el camino hacia el agua. Se perdieron en la oscuridad.

Clareaba un poco cuando los caballos empezaron a cabalgar sobre la fina arena de la playa. Podían ver a lo lejos, entre las rocas, los despojos de un barco y trozos de madera, cajas y barriles a la deriva y en la playa. De repente, la niña galopó hacia la orilla.

“¡Sally!” gruñó su padre. “¿Qué haces? ¡Detente!” Y arrancó tras ella. Cormac y Oisin poco tardaron en hacer lo mismo.

La pequeña de los cuatro, ignorando los gritos de Keiran, no se paró porque le había parecido ver algo más junto a uno de los maderos. Llegó a la ribera y saltó del caballo para adentrarse en el agua. Con sus manos agarró un trozo de madera y lo atrajo hacia sí. Tan concentrada estaba en su tarea que no escuchó como se apeaban ni su padre ni su hermano ni el guarda y se situaban junto a ella. Entre los cuatro llevaron el trozo de madera a la arena. Solo entonces se dieron cuenta de por qué había escogido ese: encima estaba un joven tumbado, quieto y cubierto con una capa oscura y empapada y algo de sangre en la cara.

“Sigue vivo” dijo Sally convencida y con serenidad. “Lo sé, pero hay que llevarle rápidamente junto a un fuego. Si no, no habrá servido de nada venir a buscarlo.”

“Oisin, ayúdame a quitarle la capa” ordenó el padre. “En cuanto esté hecho, cógela, corre al caballo y vuela hacia el pueblo para que abran las puertas. Iremos directamente a nuestra casa, sin parar. Cormac” continuó y le miró, “me ayudarás a montarlo en mi caballo y luego cerrarás el grupo” dijo mientras él asentía con calma. “Sally, tú cabalgarás entre Cormac y yo. No paréis hasta llegar a casa. Tú no dirás nada de esto a nadie” miró al guardia de nuevo, quien sonrió. “Gracias” le dijo Keiran. “¡Vamos!”.

Todos hicieron como había dicho. Oisin llegó el primero para prevenir a los guardias de que debían tener la puerta abierta para cuando llegara su padre. Mientras, Cormac y Keiran habían subido al joven al caballo. Sally veía todo y temblaba, pues temía por la vida del joven. Empezaba a verse el Sol por el horizonte.


Cabalgaron raudos y entraron sin problemas en el pueblo. Sally abrió la puerta de la casa y los adultos descargaron al chico y lo llevaron en brazos hasta el brasero que estaba en el centro y que Brianna había revivido en cuanto los cuatro habían marchado. Le tendieron, le quitaron las ropas mojadas y le pusieron unas mantas y pieles encima para que entrar en calor cuanto antes. Esperaron. El tiempo pasaba muy lentamente. Vieron que las mantas se movían. Empezó a toser y sacó parte del agua que había tragado. Se crisparon por cómo se movió por si se ahogaba. Se acercaron a él. Paró. Volvió a cerrar los ojos, pero respiraba con algo más de normalidad. Todos se calmaron. Los rayos del Sol que acababa de salir entraron por la puerta e iluminaron la habitación.

sábado, 4 de marzo de 2017

Ein Gedicht

Me gustas cuando callas...
pero aún más cuando ríes,
cuando rompes el silencio con una carcajada,
cuando lo mejoras con tu voz suave.

Me gustas cuando sonríes
con la boca y con los ojos;
Cuando muestras esa sonrisa que ilumina
como ese faro que guía al navegante en la noche de tormenta,
como la Luna llena en una noche clara,
como el fuego de la cabaña para el caminante perdido en la oscuridad.

Me gusta cuando te veo,
Porque haces de mi día una alegría.
Siempre que estás cerca,
no puedo estar triste.
Mas cuando tú lo estás,
solo quiero alejar de ti ese dolor,
aunque esto, a veces, roce lo imposible



viernes, 24 de febrero de 2017

La Tempestad

“Rápido” rugió el capitán, que acababa de subir a cubierta alertado por la campana, “a vuestros puestos todos. Wilhelm, Hassan y Sean, corred a atar y asegurar el cargamento. No podemos permitir que una brisa de viento nos rompa la mercancía” les gritó a tres marineros, que bajaron rápidamente a la bodega.

“Haz tú lo mismo” le dijo el piloto al joven. “Estarás más seguro allá abajo que aquí arriba… El viento está rolando y nos lleva directamente hacia la tormenta” continuó mirando hacia los rayos que iluminaban la oscura noche. “Y sobre todo, no te ates a nada: es mejor que saltes al agua y que intentes agarrarte a algún madero”.

“Sí, señor” le respondió con agradecimiento y corrió hacia las escaleras por las que los otros tres habían ido. Mientras bajaba vio que la lona de la vela central estaba tensa hacia adelante por el fuerte viento que empujaba el navío.

“¡Soltad los cabos! A vuestros puestos, marineros, vamos a enfrentarnos una vez más a la diosa de los mares y al poderoso señor del Trueno” gritó el capitán, mientras la tripulación se ponía en su sitio, llevaban aquello que no podía asegurarse en cubierta a la bodega y fijaban el resto de barriles como podían. Con el viento en popa, el Seefahrend se acercaba a la tormenta.

Los golpes de mar habían tirado algunas cajas al suelo de la bodega, pero los cuatro estaban apilándolas y las ataban en los espacios del centro de la bodega para ello. Apenas hablaban. Tronaba de fondo. Apila, asegura y ata. Una luz blanquecina ilumina la bodega. Desaparece. Otro trueno. Apila, asegura y ata. Aparte de algún gruñido, poco más decían además de murmurar oraciones a sus distintas deidades para que les salvara.

“Hombre al agua” se oye que gritan desde cubierta cuando una gran ola golpea el costado del barco.

“No temas, joven” dice Hassan alzando la voz para que se le escuchara por encima de los truenos y el agua brava. “Nuestro capitán ha navegado a través de cientos de tormentas y nunca ha naufragado…”

“…Este barco jamás se hundirá” termina Wilhelm  con una gran sonrisa mientras hace el último nudo al cargamento.

“Karl, ¡mantén el timón recto para evitar cruzar la tormenta!¡Hemos de intentar rodearla!” se escuchó de nuevo al capitán.

Cayó agua por la trampilla para acceder a la bodega y se oyó el rasgarse la vela. Rápidamente, Hassan y Wilhelm subieron.

“Que los dioses nos asistan y la Diosa te guíe en tu camino” dijo Sean al joven antes de seguir a sus compañeros.

Él seguía abajo como le había dicho el timonel, pero cada vez oía más gritos. Sabía que estaría más seguro donde estaba que en cubierta. Cayó más agua por la trampilla.

“Capitán, ¡veo la costa de Thule!” se oyó a Sean gritar entre trueno y trueno.

“Mantén el rumbo, piloto” respondió el capitán. “Aunque la vela esté rota vamos a llegar. ¡Lo sé!”

Súbitamente, un rayo impactó en el palo mayor y lo partió. Se desató el infierno. El joven salió de la bodega y vio caer una parte al agua llevándose con ella a algunos marineros que no habían podido apartarse a tiempo. Una gran ola impactó el costado del barco y lo hizo bascular. Otra rompió contra la popa y se llevó al piloto. El joven corrió hacia donde estaba el hombre, pero solo estaba el timón. El capitán, desbocado, corrió hacia allí para tomar el control del barco. Una cuerda se tensó cuando al barril que sujetaba se lo llevó el océano. No la vio. Tropezó. Se golpeó en la cabeza. Quedó inmóvil en el suelo.

Una nueva luz blanquecina bajó del cielo iluminando la escena. El barco se dirigía hacia unas piedras. En cubierta solo estaba el cuerpo inerte del capitán movido por el agua que llegaba con las olas. El resto del mástil ya había caído. Los tripulantes estaban desaparecidos: o habían saltado o se los había llevado la diosa de los mares. Solo un alma seguía allí, pero estaba atemorizada.
“¡Salta!” creyó oír la voz del timonel.

Miró hacia adelante: las rocas primero, Thule al fondo. Sabía que el barco estaba condenado. Miró a su alrededor. Una ola le golpeó la cara y lo tiró al suelo. Se levantó de nuevo. Echó la vista a las aguas. Gracias a un rayo vio trozos de madera a la deriva. Los truenos seguían escuchándose. Había uno cerca del barco. Estaba llegando a las piedras. El momento era ahora. Estaba listo. Entonces, chocó el Seefahrend y salió despedido.

 El impacto contra el agua fue como si cayera sobre una capa de hielo que se rompió con el contacto de su cuerpo. Se hundía. Tragó agua. Abrió los ojos para ver pero el frío le obligó a cerrarlos. Hizo un esfuerzo para nadar hacia lo que creía que era la superficie. Haces de luces blancas le guiaban. Hizo tantas brazadas como podía con los brazos entumecidos por la baja temperatura. Sintió el aire en las yemas de los dedos. Un último esfuerzo. Se estaba quedando sin aire. Sacó la cabeza y respiró. Por fin. Tragó más agua por una ola, pero consiguió mantenerse a flote. Sus ojos tardaron en acostumbrarse. Creyó ver Thule y nadó hacia allí. El esfuerzo sobrehumano acabó en cuanto encontró un trozo de madera a la deriva. Se agarró a él e intentó subirse. A pesar del cansancio lo consiguió. Estaba agotado, tenía el cuerpo frío y dolorido. Se cubrió con la capa. Cerró los ojos y se dejó llevar por la corriente. La madera impactó contra una roca y él se golpeó la cabeza. Todo se volvió oscuro y helado. Perdió el conocimiento.


La tempestad había pasado. El Seefahrend estaba hecho añicos entre las rocas. Algunos trozos iban a la deriva, ya fuera hacia las costas de Thule o hacia el centro del océano. Algunos cuerpos estaban flotando sin vida junto con los remos, barriles y restos del mástil; otros, se habían perdido en las profundidades con las mercancías. Un último trozo, que estaba en un punto entre las dos corrientes, sostenía un cuerpo que respiraba débilmente. La última cola de la tormenta proveniente del centro de las aguas alcanzó la madera y la empujó en la dirección opuesta. 

miércoles, 15 de febrero de 2017

El piloto nocturno

“¿Me traerás nieve la próxima vez que vengas a Loughstadt?” dijo una niña de unos diez años al muchacho que estaba sentado junto a ella, que no debía tener más de doce.

“Sí, lo haré” respondió él con una sonrisa, mientras  pensaba cómo iba a traerla sin que se deshiciera. 

“Y si no pudiera, la próxima vez te llevaré conmigo allá arriba, al castillo, para que veas cómo es el valle y el camino”.

Mientras él hablaba, ella dejó de escuchar los pasos de los caminantes que cruzaban el puente en el que estaban sentados con los pies colgando y el traqueteo de los carros con mercancías provenientes de la ciudad comercial de Vemmer. Sus ojos se abrieron como platos porque jamás había salido de los alrededores de Loughstadt. Por fin podría ver aquellos paisajes que él le describía cuando bajaba. Al fin sentiría la protección de los frondosos bosques que cubrían las montañas. Finalmente vería nieve que no se iba al tocar el suelo.

“¡Bien!” respondió mientras le ponía el brazo izquierdo sobre los hombros y le acercaba la cabeza con una mueca de felicidad…

Un fuerte golpe de su cabeza contra la pared de la bodega del barco le sacó de su ensimismamiento. “Nunca le llevé la nieve ni la acompañé, sino que le dejé una carta y me fui sin decir nada” pensó con tristeza mientras seguía en su esquina protegido con su capa. Suponía que llevaba un rato dormido, pero ¿cuánto? Esa era una gran pregunta. Se levantó y caminó un poco entre el cargamento para estirar un poco las piernas que se le habían agarrotado. Después, subió a cubierta.

“Eh, joven, ¡por fin sales!” le dijo amablemente uno de los marineros del Seefahrend cuyo nombre no recordaba que era el piloto nocturno. “Cuando salga el Sol, veremos Thule, lo presiento” continuó mientras miraba las estrellas y sentía el viento fortalecerse.

“¿Hacia dónde está Vemmer?” le preguntó el joven.

“Hacia allí” dijo el marinero señalando hacia el oeste, por donde parecía que se elevara una columna de humo. “Eh, ¿la estás viendo?”

“Sí…” respondió el joven con pena, pues se imaginaba lo que estaba pasando. 

Se escuchó entonces un estruendo se oyó y una gran luz iluminó el barco como si ya hubiera salido el Sol. Se apagó. De nuevo, la blanquecina luminosidad de un nuevo rayo hizo sombra a las velas de cubierta y un trueno sonoro lo acompañó. Los dos se giraron.

“¿Ves la tormenta, hijo?” preguntó el marinero, que, repentinamente había empezado a hablar como alguien de su verdadera edad.

“Sí” respondió el joven con voz temblorosa.

“Pues pasada ella está Thule…” calló unos segundos. “¡Toca la campana, corre! ¡Que los dioses se apiaden de nosotros!”

El joven corrió hacia el mástil e hizo sonar la campana varias veces con todas sus fuerzas. Los rugidos del viento, los truenos y los golpes de la lluvia sobre la madera y la tela de la vela habían invadido el barco.


“Que los dioses se apiaden de nosotros” pensó el joven mientras veía cómo salían a cubierta el resto de marineros para enfrentarse a la tempestad.