jueves, 12 de febrero de 2015

El retorno del discípulo

Una noche a dos días de la coronación del joven príncipe, cuando lo normal era ver a cualquier hora del día gente cruzando las puertas de la Ciudad del Lago, un jinete encapuchado abandonó la ciudad. Su corcel de color negro estaba parcialmente cubierto por su capa y por la forma de esta se podía intuir que, como mínimo, tenía una espada en cada lomo. Tomaron el llamado Camino Blanco que llevaba directo a un oscuro valle  rodeado de altas montañas y siempre cubierto por niebla y nieve. Según algunos era el hogar de un terrible hechicero y las sombras de los que habían caído bajo su magia custodiaban los accesos. Eso lo decían los temerosos y los cuentacuentos. En cada pueblo que pasaba, cuando el jinete preguntaba por dónde seguía la ruta, todos le miraban con horror: le tomaban por un loco. Él sabía que las historias eran ciertas. Él conocía a ese ser que tenía atemorizados a los habitantes que le indicaban el camino. Él era su discípulo.

Amanecía cuando salió de la última aldea antes de cruzar el Paso Blanco, la parte final del camino que siempre estaba congelada, con nieve y que estaba a unos metros del Bosque Oscuro, que ocupaba la totalidad del valle. Con paso firme cabalgaron sobre las placas de hielo oyendo los crujidos producidos por los impactos de las herraduras. Avanzaron sin parar cuando volvieron a pisar suelo arenoso y, antes de que pudieran darse cuenta, la luz del Sol estaba oculta por la frondosidad: apenas unos rayos atravesaban los pocos huecos entre las ramas más altas. El jinete sintió unas presencias a los lados. Sin girar la cabeza y con un ligero movimiento con la mano derecha, destapó una de las espadas. En lugar de desaparecer, estas aumentaron: tanto a su derecha como a su izquierda, cinco sombras montadas cabalgaban a su ritmo y altura. Se empezó a poner nervioso: siempre reconocían esa señal, pero esta vez no lo habían hecho.

"¿Por qué no han comprendido la señal?" Se preguntaba. "¡Deberían haberse ido a cubrir sus puestos de nuevo! ¿Qué hago?"

Entonces recordó una de las enseñanzas de su maestro dieciséis años atrás, antes del desastre que le obligó a desaparecer y a él le permitió viajar. Llevaba las bridas en la mano derecha y con la mano libre realizó un breve y leve movimiento de derecha a izquierda mientras musitaba unas palabras con un tono casi inaudible. Al instante, los diez jinetes desaparecieron. Llegó a un claro y vio el castillo en la montaña. Oyó una voz que le llamaba y rápidamente reconoció que era la de su maestro, que había sentido su presencia en el valle. Retomó el camino. Aumentó el ritmo. Fustigó al caballo. Entonces, galopó.

La puerta de la fortaleza estaba abierta, tal y como fue dejada quince años atrás. Entraron raudos y desmontó en el patio interior. Sin coger nada y sin quitarse la capucha, el discípulo entró en una de las torres y subió por las escaleras que giraban sobre el eje central de la torre. Cada paso producía un crujido.

"Espero que no se rompan ahora" pensaba mientras saltaba escalones de dos en dos.

Llegó a la primera puerta, a una altura de unos diez metros, y la cruzó. La manta de nieve que cubría el suelo de piedra amortiguó el impacto de la bota contra la superficie. A unos ciento cincuenta metros, en el punto medio entre las dos torres, una figura encapuchada miraba en dirección a la Ciudad del Lago. Parecía no haberse dado cuenta que había otra persona más. Nada más lejos de la realidad. El discípulo se arrodilló sobre una pierna e inclinó la cabeza a un metro del ser.

"Maestro, bienvenido. Aquí estoy" dijo servicialmente
"Ya has vuelto, joven discípulo" contestó con una voz seseante "El momento ha llegado. Mi guardia nos espera abajo. Dales las ropas de gala, las que tienen el roble, la montaña y el castillo bordados. Ponte tú las tuyas. Lord Tiltskin, el Señor del Bosque Oscuro, estará presente en la coronación de Su Alteza el príncipe Eoin y su séquito, lógicamente, irá con él."
"Como deseéis, Maestro" respondió poniéndose en pié y se retiró.

 Dos horas después, un grupo de doce jinetes encapuchados con los emblemas del Señor del Bosque Oscuro y las Montañas Heladas, su estandarte y su pendón cruzaron el Paso Blanco en dirección al Lago. Atravesaron varias aldeas, pero nadie se atrevió a salir de sus casas por miedo: hacía mucho tiempo que nadie descendía de allí. La gente no sabía quiénes eran esos ni reconocieron el escudo. El Maestro lo sintió y esbozó una sonrisa: como lo habían olvidado, nadie iba a reconocerlo. Podría tener su venganza.