miércoles, 31 de diciembre de 2014

La Coronación

Con el sonido de las trompetas, la gran llama se encendió. Allí, en la torre más alta del Templo Mayor la montaña de madera, leña y brea prendió como nunca antes lo había hecho. 

En otros tiempos se había utilizado como señal de peligro para alertar a los señores vecinos para que acudieran a la ciudad en caso de ataque o catástrofe: siempre habían sido peligros los que habían hecho que se encendiera. En el día de hoy, el motivo era uno completamente diferente: cierto que era también un aviso, pero no de peligro, sino que era para anunciar a todo el reino que la coronación había empezado. Las llamas recorrerían todo el territorio. Se habían construido torres como esa en las grandes urbes, en los puestos de vigilancia del reino, en las montañas y en los valles en lugares desde los que se pudiera ver la antorcha precedente para que prendieran la suya. De esta manera, cuando llegara a los confines del reino, las campanas empezarían a sonar y todo el mundo sabría que había un nuevo soberano. La coordinación debía ser perfecta para que las de la capital fueran las últimas cuando coronaran al rey.

Durante la procesión, uno a uno, todos los asistentes se inclinaron cuando pasaba el joven príncipe por las calles de la Ciudad del Lago hasta llegar a la Isla Real, en el corazón de la rada, donde estaba el trono y donde sería coronado. Su madre le seguía detrás, henchida de orgullo pero a su vez preocupada por lo que había leído en la biblioteca: ¿Quién era ese "Señor del Bosque"? ¿Iba a llegar otra tormenta ahora que la primavera había llegado al reino después de un crudo y duro invierno que había durado años y que casi había consumido al reino? Miró hacia el cielo y a la gente para borrar de su mente esos pensamientos. La ciudad entera relucía y había banderas colgando de todas las ventanas. 

Llegaron al puente que llevaba a la Isla donde les esperaba el Sumo Sacerdote con la corona que llevaba siete años guardada esperando a volver a estar en la cabeza del Rey. Avanzaron escoltados por los pendones de todos y cada uno de los señoríos, condados y ducados dependientes de la corona. También estaban los de algunas ciudades comerciales que gozaban de la protección de la Ciudad del Lago o con las que esta tenía muy buenas relaciones. Cuando estaban a punto de acabar de cruzar el puente, vio la reina un pendón que reconoció pero que no sabía de dónde era ni cuándo lo había visto. Era diferente al resto: tenía el fondo negro y sobre este había unos robles representando un bosque en hilo dorado, una montaña en blanco y un pequeño castillo en plata.

Se colocaron todos en los lugares adecuados: el príncipe, delante del trono; su madre, la reina regente, en el asiento junto al del rey; la guardia real, detrás del trono; los miembros del Consejo, detrás del Sumo Sacerdote. Este cogió la corona y con un signo de cabeza, indicó al príncipe que se arrodillara. Ceremonialmente, se acercó y, con una voz potente, anunció: 

"Hoy termina uno de los años más duros que este reino ha visto. Con la llegada de esta nueva primavera se pone fin también al periodo de regencia de la Reina Madre, a la que le agradecemos estos últimos siete años. Ahora, en nombre de los dioses y ante los habitantes del reino, yo te corono como Eoin I Rey de las Tierras del Lago y Las Montañas y Señor de las Llanuras de los Ríos. Te has arrodillado como príncipe y ahora te levantarás como un Rey. ¡Larga vida al Rey!". 

Entonces, el joven monarca se levantó y, antes de que tañeran las campanas de La Ciudad del Lago, se oyó el sonido lejano de las de las otras ciudades. La coordinación fue perfecta. El año finalizó de manera perfecta.

Yo, Ignacio, escritor de esta historia, os deseo a todos un magnífico final de 2014 y un perfecto inicio de 2015. Muchas gracias y un abrazo fortísimo, lectores de altascolinasverdes.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Un nuevo día

La reina miraba feliz como su hijo primogénito estaba siendo vestido para la ceremonia. Ahora que ya había cumplido los dieciséis años ya podía ser coronado rey y permitir a su madre disfrutar de sus hijos pequeños, de los que había estado ausente estos últimos años por los problemas que habían asolado el reino: guerras, tempestades, malas cosechas y otras desgracias, pero que ya habían llegado a su fin: la tormenta había pasado y los males se habían ido con ella. Por fin la hija del molinero podría ver a su hijo coronado rey: qué orgulloso estaría su abuelo. 

La reina entró en la gran biblioteca palacio y empezó a caminar entre las grandes estanterías hasta llegar al balcón. Abrió las puertas y salió. La fría brisa le rozó el rostro mientras ella avanzaba hacia la balaustrada. Puso sus manos ligeras sobre esta mientras miraba las magníficas vistas: el lago azul brillaba como nunca antes lo había hecho, las verdes montañas estaban coronadas con los últimos vestigios de las nieves del duro invierno y no había ninguna nube en el cielo. La ciudad estaba teñida de todos los colores, en el puente que cruzaba el río por la rada ondeaban todas las banderas de los diferentes ducados y condados y oleadas de gente, desde nobles hasta campesinos, pasando por religiosos, todos ellos vestidos con sus mejores galas, se acercaban a la isla real donde la coronación tendría lugar. Casi todo estaba listo. 

Cuando los miembros de la guardia real y del consejo se acercaban a paso decidido hacia el palacio, la reina decidió volver a entrar para ir a buscar a su hijo. El gran momento estaba llegando. Entró en la gran habitación y cerró las puertas que ella misma había abierto unos instantes antes. Se giró y antes de moverse hacia la salida, con el rabillo del ojo, vio una hoja en el suelo. "Supongo que se habrá caído por la corriente" se dijo. La cogió y cuando la iba a poner sobre la mesa de roble, se paró un momento a leer el breve escrito. Eran tres versos escritos en tinta roja escarlata.

"Y antes de que llegue la calma y la luz ilumine la Ciudad del Lago,
el último trueno al Señor del Bosque despertará 
y con él, la tormenta volverá."

La reina se tornó pálida y durante unos segundos su corazón dejó de latir. No podía ser verdad: ¿qué podía ser peor que el crudo invierno ya pasado? ¿Quién era este Señor del Bosque qué iba a traer la tormenta? Estas preguntas, y otras muchas más rondaban la cabeza de la reina cuando su criada la avisó. "Mi señora, ya está todo listo. El momento ha llegado", le dijo. Rápidamente se recuperó de su turbación. Fue a su alcoba y se colocó la capa y se ciñó la corona que durante poco más tiempo iba a llevar. Bajo a la puerta del palacio donde su hijo, inmensamente feliz, la esperaba con la guardia y el consejo real. Las puertas se abrieron con sonido de las trompetas y los cuernos.

Mientras tanto, por la orilla oriental del lago cabalgaba un jinete con armadura verde oscuro y capa azabache sobre un corcel negro en dirección a la gran ciudad...

domingo, 16 de noviembre de 2014

El Despertar

La tormenta le despertó. El rayo que impactó sobre una de las torres de su castillo y el estruendoso trueno que provocó le sacó de su reposo. Llevaba en él desde que se vio obligado a desaparecer por haber tenido que perdonar la deuda a esa reina que consiguió descubrir su nombre. "Maldita la hora en la que inventé y canté esa canción" pensó para sus adentros. Había perdido la ocasión de conseguir un aprendiz, un heredero, alguien a quien poder enseñarle lo que había aprendido. ¿Cuánto tiempo habrá pasado desde entonces?¿Unos días?¿Unos años?¿O una eternidad? Esas preguntas le cruzaban la mente porque no podía ser que solo hubieran pasado unos segundos. Para él, desde que tuvo que desparecer del palacio con las manos vacías solo había transcurrido un pequeño instante. Aunque para alguien que va a vivir casi eternamente, que roza la inmortalidad, la percepción del paso del tiempo es muy diferente..

Se levantó de la cama en la que estaba tumbado y se acercó a una de las ventanas que había en la habitación y miró hacia el exterior. Todo parecía igual: el mismo bosque frondoso y oscuro rodeaba su palacio. El graznar de los cuervos y el soplido del viento junto al golpear de las gotas eran los únicos sonidos que se oían. Solo los relámpagos podían iluminar la oscuridad que reinaba esa noche tormentosa. Musitó unas palabras sin dejar de fijar la vista en el infinito de la noche oscura y todas las velas del palacio se encendieron como si no hubieran prendido nunca. Una luz volvía a brillar en el Bosque Negro: había vuelto y con más fuerza que nunca. La última aventura le había hecho aprender. Nunca más. No más errores. Ya sabía como actuaría a partir de ese momento. 

Chasqueó los dedos de su pálida mano derecha y apareció una hoja y una pluma. Sin tocarla, esta empezó a escribir en tinta roja un contrato. Ya era hora de recuperar el tiempo perdido. "Si ha pasado mucho tiempo, la gente debe haberme convertido en un personaje de cuento o haberme olvidado, pero esto no será así durante mucho más. Es hora de visitar a aquellos a los que favorecí, es hora de ver a aquellos que han de cumplir su parte del trato, es hora de visitar a la que fue mi perdición. Es hora de que sepan que Rumpelstiltskin ha vuelto". 

Dicho esto, una nube de humo negro le envolvió y desapareció entre diabólicas carcajadas. 

sábado, 2 de agosto de 2014

Space Oddity (I)

En un pequeño pueblo, una madre entra en el salón de la casa de su hija donde está viviendo para ayudarla a cuidar de su hijo mientras su marido está fuera. El niño está jugando con sus amigos en casa del vecino haciendo ver que son astronautas y que están en una misión en el espacio. Con una caja de cartón han construido algo parecido a una nave y han improvisado unos cascos espaciales con los de las motos de los hermanos mayores de algunos del grupo. La señora Halifax, al entrar en la habitación donde está su hija, la encuentra mirando absorta la radio encendida con los ojos llorosos. ¿Qué está haciendo? Se pregunta, ¿Por qué no la sintoniza en alguna frecuencia concreta?: el aparato no emitía sonido alguno, solo interferencias.

Mientras tanto, en algún lugar de Texas, un guardia de seguridad del Centro Espacial entra en el complejo con su coche recién comprado con el aumento de sueldo por la mejora en su puesto dentro de la seguridad del lugar. Después de haber trabajado casi diez años en el mismo lugar, dos días atrás lo habían ascendido a jefe de seguridad de Centro de Control de las Misiones Espaciales. Aparcó el vehículo en su plaza reservada por su puesto y se encaminó a su despacho. Pasó la tarjeta por el identificador para acceder al edificio, saludó a sus subordinados que controlaban la entrada y al equipo de recepción.

La entrada a su despacho estaba junto a la de la Sala de Control y, en el momento en el que metía la llave en la cerradura para abrirla, oyó unos gritos provenientes del interior de la otra habitación. Rápidamente giró la llave, entró y se dirigió a la ventana a través de la que veía todo lo que ocurría dentro. Las caras eran todas largas y aterrorizadas y varias luces rojas se habían encendido: se preguntaba qué podría haber pasado ya que no había ninguna misión peligrosa allá arriba o con algún grado de riesgo mayor que el de toda las misiones enviadas.

Muy lejos de aquellos dos lugares, a muchos kilómetros hacia el cielo, se había encendido la luz roja intermitente de la bombilla de “Combustible”. No podía ser posible: acababa de salir y aún no había llegado a la atmósfera. Encendió entonces el intercomunicador y el ruido de interferencias al no encontrar ninguna conexión al otro lado rompió el silencio que reinaba en aquel lugar. Estaba seguro en un sueño. Movió el sintonizador del comunicador: no hubo ningún cambio. Miró el indicador de oxígeno: 30%, no aguantaría hasta que otro viniera a rescatarle. Descartó salir porque aunque tenía las herramientas necesarias en la cápsula para arreglarla, necesitaba la ayuda de un compañero desde el interior para que le avisara cuándo se arreglara, pero esta segunda persona no estaba. Su traje tenía un 50% de oxígeno, de manera que cuando se acabara el del interior y así evitaría la congelación, hasta que se acabara todo el del traje.

Vanamente confiaba en que pudiera alguien ir a ayudarle, a pesar de saber que no ocurriría. Suspiró. Súbitamente pensó que sí enviarían a alguien a recoger la nave por los resultados de la investigación que estaba llevando. Decidió que dejaría algo para cuando abrieran la cápsula y no solo encontraran su cadáver.  En la grabadora había espacio para hablar durante 45 minutos. Sabía que así iba a acabar antes con el oxígeno, pero lo tenía que hacer. Antes de empezar conectó el cable del micrófono del traje a la cápsula por si se veía obligado a seguir desde allí.


Cuando todo estuvo preparado miró, primero, por la ventanilla de la capsula: ¡qué bella visión! Admirado vio la Tierra, La Luna y otros planetas. Más allá estaba el Sol, el Astro Rey, dando luz al Sistema Solar y vida a los seres humanos. Divisó a lo lejos un sinfín de puntos brillantes. Alegremente pensó que lo último que vería sería un espectáculo inefable e impresionante. Después, miró el oxígeno, 28%. Era el momento. Con parsimonia movió la mano y acercó el dedo al botón “Grabadora/Cuaderno de Bitácora”. Suspiró con una mezcla de tristeza y alegría. Pulsó el botón y un “piiiii” rompió el silencio. Entonces, empezó a hablar.

domingo, 6 de julio de 2014

Beth Gellert o la fidelidad de los canes



Traducción propia del cuento celta Beth Gellert, recogida en la obra Celtic Fairy Tales, de Joseph Jacobs. Espero que os guste.

Gellert era el perro de presa favorito del príncipe Llewelyn y había sido un regalo de su suegro, el Rey John. Era tranquilo como un cordero en casa; pero cazando, un león. Un día, Llewelyn se fue de caza y tocó el cuerno ante su castillo. Todos los otros perros acudieron a su llamada; no así Gellert. Por segunda vez tocó el cuerno, y esta vez con mayor fuerza, y llamó al can por su nombre, pero aún así el animal no se presentó. Al final, el príncipe Llewelyn se hartó de esperar y se fue a cazar sin Gellert. Ese día hizo poco deporte porque Gellert, el más raudo y atrevido de sus perros, no estaba allí.

Cuando volvió furioso al castillo, conforme llegaba a la puerta, vio a Gellert que brincaba en su dirección. Al acercarse el perro, el príncipe se sorprendió  al ver sangre en los labios y dientes del animal. Llewelyn hizo un movimiento nervioso hacia atrás y el animal se sentó a sus pies como si estuviera sorprendido o temeroso por el recibimiento de su amo.

El príncipe tenía un hijo pequeño de un año con quien Gellert solía jugar. En ese instante, por la mente de Llewelyn pasó una idea terrible que hizo que este corriera hacia el cuarto del bebé.  Como más se acercaba, más desorden y sangre había en las habitaciones. Entró como un rayo y encontró la cuna del lactante girada y embadurnada de sangre.

El Príncipe Llewelyn estaba cada vez más aterrorizado y buscaba a su hijo por todas partes. No solo no lo encontraba, sino que lo único que veía eran signos de una pelea en la que se había vertido mucha sangre. Con tristeza y enfado, el príncipe se convenció de que el perro había asesinado a su hijo e increpó al animal diciéndole:

-¡Monstruo! ¡Has devorado a mi hijo!

Desenvainó, entonces, su espada y la sumergió en el costado del animal, quien se desplomó profiriendo un profundo gañido y mirando fijamente a los ojos de su amo.

Cuando Gellert subió el volumen del sonido, el gritito de un bebé le respondió desde debajo de la cuna. El príncipe Llewelyn encontró allí sano y salvo a su hijo recién despertado del sueño.  Junto a él estaba el cuerpo de un gran lobo demacrado, hecho pedazos y cubierto de sangre. Era muy tarde cuando el príncipe comprendió lo ocurrido mientras él estaba cazando. Gellert se había quedado atrás para proteger al niño y había luchado contra un lobo y lo había asesinado cuando este había intentado comerse al heredero de Llewelyn.

En vano fue el pesar de Llewelyn, pues no podía devolver la vida a su fiel mastín. Fue enterrado fuera de los muros del castillo a la vista de la gran montaña de Snowdon, para que cualquier transeúnte pudiera ver su tumba, y levantó un túmulo pétreo. Desde entonces hasta ahora, este lugar ha sido conocido como Beth Gellert o la Tumba de Gellert.


File:Gelert's Grave.jpg
Imagen del supuesto lugar donde se encuentra Beth Gellert: Gelert's Grave, Beddegelert, Gwynedd, Gales (R.U.)

lunes, 26 de mayo de 2014

Aoife y el Capitán McElroy

En una esquina del interior de la taberna, Aoife estaba barriendo el suelo para que todo estuviera listo para las seis, cuando entraban los parroquianos a tomar su cerveza. Ensimismada en sus recuerdos de años atrás, cuando como hija de un poderoso comerciante solo se preocupaba por pasarlo bien, no oyó como la señora O’Connelly, la mujer del dueño, pero quien realmente llevaba la taberna, bajó a la planta baja. Al verla con la mirada perdida, le gritó:

-¿Qué te crees que haces? ¡En diez minutos terminará la reunión en la alcaldía y vendrán todos aquí! ¡Acaba rápido, que has de preparar las mesas!

Aoife, sobresaltada, se limitó a asentir con la cabeza y aceleró: ya sabía lo que pasaba cuando contestaba o no seguía sus instrucciones y no le apetecía volver a sentirlo. Terminó con su tarea y entró en el almacén para dejar la escoba y coger algunas sillas para ponerlas donde hiciera falta. Salió con ellas y, con un gran esfuerzo y bajo la atenta mirada de la jefa, las llevó a la mesa más apartada. Seguro que ella ha cambiado las sillas mientras estaba dentro para que las tenga que cargar hasta allí, pensó Aoife con rabia. En situaciones como esta se consolaba pensando en lo que ella llamaba su vida anterior, que había terminado tres años antes con la partida forzada de su prometido a la guerra y la pérdida de los barcos de su padre, que habían hecho que se sumiera la familia en la pobreza. Por ello, estaba ella trabajando allí. Se evadía al pensar en esa época de felicidad y, en ocasiones como aquella, eso le salvaba de decir alguna cosa que pudiera implicar algún castigo o incluso la pérdida de aquel empleo, cosa que no podía permitir que ocurriera.

Cuando hubo dejado las sillas, Evelyn, así se llamaba la cruel señora, le ordenó que fuera a buscar los cuchillos al interior. Mientras los estaba cogiendo, Aoife oyó como alguien entraba en la taberna, pero le extrañó, pues aún no habían sonado las campanas de la iglesia de San Columbano. Al acercarse a la puerta que había cruzado minutos antes, escuchó como una voz, que le resultó vagamente familiar, decía:

-Buenos días, buena mujer, ¿dónde vive la señora McGrath?

-¿A cuál te refieres: a la del hijo ladrón que ya habrá muerto o a la que vio como su hijo se unía a la flota de Su Majestad?

-A la primera –contestó el hombre.

-Está viviendo en una casa fuera del valle, hacia la costa. Hay quien dice que vive con su hermana, la otra McGrath. ¡Vaya una! Hizo bien en irse del pueblo, después de la pérdida de la fortuna, la expulsión del hijo y el fallecimiento del marido, poco más podía hacer aquí. ¿Y quién es usted, que parece un oficial, y por qué está interesado en esa familia desgraciada?

Mientras terminaba la pregunta, la curiosidad de Aoife hizo que saliera y, cuando vio al oficial, se quedó paralizada y se le cayeron los cuchillos provocando un estruendo. No podía ser: estaba viendo a un fantasma. En los ojos de piedra de ese hombre creyó ver los de su prometido Alex, pero por su forma de hablar, el aspecto duro y la frialdad que había en su mirada, dudó de si  realmente podía ser él.

-Soy el capitán McElroy, de los Dragones, y me han pedido que lleve una carta a la señora McGrath.

Después de decir esto, con un rápido movimiento se acercó a la joven para ayudarla. Ella tenía los cabellos de color negro azabache y vestía con ropa muy humilde, pero tenía las manos finas. Supuso que debía ser alguna pobre chica huérfana del pueblo, pero cuando ella le miró agradecida y cruzaron sus miradas, una mezcla de sentimientos le recorrió todo el cuerpo: reconoció esos ojos verdes, pero los recordaba vivos.

Rápidamente y para evitar que algo le delatara, le entregó los cuchillos, se levantó y le dijo a la señora O’Connelly:

-Muchas gracias por su información. Dado que debo quedarme en el pueblo unos días, me alojaré aquí. Tome esta bolsa: si no hay suficiente, le pagaré cuando se acaben los días que su contenido me permita estar.

Dicho esto, se dirigió hacia la puerta y salió. Su próxima parada sería el cementerio de Glenderry.  Una vez hubo cruzado el umbral, la señora O’Connelly le preguntó a Aoife:

-¿Por qué es un oficial de Dragones quien le lleva la carta a esa mujer y no un cartero oficial normal? ¿Recuerdas tú con quién se fue ese amigo tuyo hace años, en qué batallón se alistó?

-No, señora –mintió ella-: no recuerdo con quién se fue. La tristeza ha hecho que recuerde poco de ese día –añadió con melancolía-.

-¡Pon las cosas, rápido! ¡Ya es casi la hora! –le dijo su jefa contrariada por no haber podido obtener nueva información.

Aoife preparó las mesas con cierta alegría interior. Aunque él había dicho que era el capitán McElroy, ella estaba segura de que en realidad era él, Alex McGrath. Sabía que había vuelto, lo había visto en sus ojos cuando cruzaron las miradas y vio como se rompió el escudo que le protegía. Ocultando esta pequeña dicha entre tanta tristeza completó su trabajo cuando San Columbano tocó las seis.


Con el sonido de las campanas, las puertas de la alcaldía se abrieron y todos los hombres del pueblo se dirigieron a la taberna. Solo el párroco, cuando observó como un oficial de caballería se dirigía a San Columbano, decidió ir a ver qué quería. Últimamente, eran pocos los visitantes que tenía aquella Iglesia que otrora fue la más importante de la provincia. Lo que más le extrañó fue que pasó de largo la puerta principal y se dirigió a la del cementerio. ¿A quién iría a visitar ese hombre, si ningún hijo de ese pueblo de comerciantes se había alistado y menos llegado a oficial?

martes, 1 de abril de 2014

La ruta jacobea: una metáfora de la vida



Hace ya unos meses me aventuré junto a unos amigos por las verdes tierras gallegas para hacer el Camino Inglés de Santiago. La ruta era preciosa: había una increíble mezcla entre el verde celta de las tierras del norte azotadas por la lluvia y las zonas interiores, más secas y, comparándolas con las otras, menos agradables de ver, pero aún así necesarias para hacer del Camino lo que es: una muestra de cómo es nuestra vida en la realidad. Durante los días como peregrino tuve la oportunidad de pensar mucho, puesto que no podíamos pasarnos el día hablando, el silencio era muchas veces necesario. La gran alegría fue, como era de esperar, llegar a la Catedral del Apóstol, en la Plaza del Obradoiro, en Santiago: los esfuerzos y el dolor a veces sentido habían merecido la pena. Como dice en muchas camisetas que uno puede adquirir en la ciudad del Santo Apóstol: “No pain, no glory”.

No obstante, no escribo esta entrada para relatar el Camino, experiencia inolvidable que sin duda deseo repetir y recomiendo vivamente, sino a contar una reflexión que pude realizar una vez los peregrinos ya habíamos llegado a Santiago. Durante el Camino no todo era igual: había partes más sencillas, partes más complicadas, algunas etapas prácticamente llanas y rodeados de preciosos bosques que te cubrían del Sol y otras consistentes en subir montes y cruzar campos en los que abundan los matojos, pero que los árboles solo están en las montañas que uno ve a lo lejos. No solo esto. Las rutas jacobeas tampoco son todas iguales: hay cortas como el Camino Inglés, hay otras intermedias como el Camino Portugués o el Primitivo y otros ya muy largos, como pueden ser el Camino Francés o la Vía de la Plata. Por todo esto, una vez acabada la ruta, pensé que realmente el Camino puede verse como una metáfora de la vida:

     -No todas son iguales y las dificultades dependen tanto de la ruta en sí como del caminante (una gran enseñanza aplicable al tema de juzgar a otros: si no has vivido su vida, si no has recorrido su camino, no ataques, pues desconoces cuál es su verdadero estado interior)

      -Todas tienen un principio, en mi caso Ferrol, y todas un final, Santiago, pero el espacio que separa un punto del otro es un mundo.


      -Como ya he dicho, hay etapas que son más tranquilas y otras que a uno le parecen un infierno, ya sea por el desnivel, ya sea por la distancia o por la conjunción de las dos. Sin embargo, no hay mal que cien años dure, como bien dice el refranero, y que al final se llega al deseado albergue.

      -Tampoco hay que olvidar a aquello que acompaña al caminante, junto a su conciencia, durante toda la ruta: la mochila. Esta es aquello que uno debe llevar siempre consigo, que no puede dejar, que le puede llegar a hacer daño, pero que la necesita y que no dudará en seguir luchando por no tener que abandonarla detrás.

     -También el Camino demuestra que “quien la sigue, la consigue”, pues nadie se quedó atrás y los tres peregrinos llegamos juntos a Santiago: aún con dolor, ninguno se rindió: debíamos llegar al final del Camino, allí nos esperaba la recompensa y el descanso: ya no podíamos no llegar a la Ciudad del Apóstol.

En definitiva, que el Camino de Santiago, sea la ruta que sea, es una de las experiencias más recomendables que una persona puede tener. Como dicen en la lengua anglosajona, es un must do. Por esto os recomiendo a todos realmente que, al menos una vez en la vida, recorráis la senda mágica del Apóstol, sea con la motivación que sea, pero hacedla. Vale mucho la pena.