En un pequeño pueblo, una madre
entra en el salón de la casa de su hija donde está viviendo para ayudarla a
cuidar de su hijo mientras su marido está fuera. El niño está jugando con sus
amigos en casa del vecino haciendo ver que son astronautas y que están en una
misión en el espacio. Con una caja de cartón han construido algo parecido a una
nave y han improvisado unos cascos espaciales con los de las motos de los
hermanos mayores de algunos del grupo. La señora Halifax, al entrar en la
habitación donde está su hija, la encuentra mirando absorta la radio encendida
con los ojos llorosos. ¿Qué está haciendo? Se pregunta, ¿Por qué no la
sintoniza en alguna frecuencia concreta?: el aparato no emitía sonido alguno,
solo interferencias.
Mientras tanto, en algún lugar de
Texas, un guardia de seguridad del Centro Espacial entra en el complejo con su
coche recién comprado con el aumento de sueldo por la mejora en su puesto
dentro de la seguridad del lugar. Después de haber trabajado casi diez años en
el mismo lugar, dos días atrás lo habían ascendido a jefe de seguridad de
Centro de Control de las Misiones Espaciales. Aparcó el vehículo en su plaza
reservada por su puesto y se encaminó a su despacho. Pasó la tarjeta por el
identificador para acceder al edificio, saludó a sus subordinados que
controlaban la entrada y al equipo de recepción.
La entrada a su despacho estaba
junto a la de la Sala de Control y, en el momento en el que metía la llave en la
cerradura para abrirla, oyó unos gritos provenientes del interior de la otra
habitación. Rápidamente giró la llave, entró y se dirigió a la ventana a través
de la que veía todo lo que ocurría dentro. Las caras eran todas largas y
aterrorizadas y varias luces rojas se habían encendido: se preguntaba qué
podría haber pasado ya que no había ninguna misión peligrosa allá arriba o con
algún grado de riesgo mayor que el de toda las misiones enviadas.
Muy lejos de aquellos dos
lugares, a muchos kilómetros hacia el cielo, se había encendido la luz roja
intermitente de la bombilla de “Combustible”. No podía ser posible: acababa de
salir y aún no había llegado a la atmósfera. Encendió entonces el intercomunicador
y el ruido de interferencias al no encontrar ninguna conexión al otro lado
rompió el silencio que reinaba en aquel lugar. Estaba seguro en un sueño. Movió
el sintonizador del comunicador: no hubo ningún cambio. Miró el indicador de
oxígeno: 30%, no aguantaría hasta que otro viniera a rescatarle. Descartó salir
porque aunque tenía las herramientas necesarias en la cápsula para arreglarla,
necesitaba la ayuda de un compañero desde el interior para que le avisara
cuándo se arreglara, pero esta segunda persona no estaba. Su traje tenía un 50%
de oxígeno, de manera que cuando se acabara el del interior y así evitaría la
congelación, hasta que se acabara todo el del traje.
Vanamente confiaba en que pudiera
alguien ir a ayudarle, a pesar de saber que no ocurriría. Suspiró. Súbitamente
pensó que sí enviarían a alguien a recoger la nave por los resultados de la
investigación que estaba llevando. Decidió que dejaría algo para cuando
abrieran la cápsula y no solo encontraran su cadáver. En la grabadora había espacio para hablar
durante 45 minutos. Sabía que así iba a acabar antes con el oxígeno, pero lo
tenía que hacer. Antes de empezar conectó el cable del micrófono del traje a la
cápsula por si se veía obligado a seguir desde allí.
Cuando todo estuvo preparado
miró, primero, por la ventanilla de la capsula: ¡qué bella visión! Admirado vio
la Tierra, La Luna y otros planetas. Más allá estaba el Sol, el Astro Rey,
dando luz al Sistema Solar y vida a los seres humanos. Divisó a lo lejos un
sinfín de puntos brillantes. Alegremente pensó que lo último que vería sería un
espectáculo inefable e impresionante. Después, miró el oxígeno, 28%. Era el
momento. Con parsimonia movió la mano y acercó el dedo al botón “Grabadora/Cuaderno
de Bitácora”. Suspiró con una mezcla de tristeza y alegría. Pulsó el botón y un
“piiiii” rompió el silencio. Entonces, empezó a hablar.