Frustración, alegría, tristeza, nervios, hilaridad, traición,
hermandad, éxito, familiaridad, éxtasis… forman parte de aquello que sintió su
espíritu mientras viajaba en su mente hacia atrás, hacia aquel oscuro 28 de
marzo de 2016. Rápidamente se dio cuenta de que ya no estaba en la cafetería de
la universidad, sino en su gran templo del saber, en la catedral del
conocimiento, en su inigualable biblioteca. Miró el reloj que llevaba en la
mano y vio cómo empezó a moverse la aguja de los segundos. Se movió rápido
entre las personas que estaban allí yendo hacia sus sitios o escapándose para
descansar y llegó a su mesa. A la mesa en la que todo pasó. A la mesa donde
escribió algunas palabras de más. Todo era tal y como lo recordaba: los dos
sentados juntos, con los nervios a flor de piel, leyendo los apuntes. La
libreta estaba en el mismo sitio, a la espera de ser abierta para lo que
pareció la sentencia de muerte de una amistad.
Se acercó a su yo y se puso a su espalda. Podía ver lo que estudiaba,
pero sabía que su mente estaba en otro sitio. Cogió y soltó el bolígrafo azul
dos veces. Acercó la mano a la libreta y la alejó de nuevo. Volvió a agarrar el
bolígrafo, le puso el tapón y lo quitó otra vez. Miró a su derecha, hacia ella.
Tomó la decisión. Él lo sintió: era el momento. Había llegado la hora. Debía
pararlo… pero, ¿cómo? Nadie le oiría si gritaba, porque era invisible. Nadie
podía sentirle. Nadie sabía que estaba ahí, ni siquiera él mismo. Le puso la
mano izquierda sobre la espalda y, de súbito, él se giró y le miró, sin verle.
¡Le percibía! Entonces tuvo un flash, pero no del pasado, sino del futuro. De
lo que vendría. De lo que no le había pasado ni en tiempos de su yo otoñal.
Comprendió entonces qué debía hacer. No tenía que cambiar nada porque era
necesario que pasara todo. Debía hacerlo para conocer realmente a quién tenía a
su derecha; para demostrarse a sí mismo que era capaz de intentar reconstruir
unos puentes en ruinas de una amistad, aunque desde el otro lado pareciera que
buscaran lo contrario; para poder crecer y, por qué no, ver cómo la justicia
universal podía actuar. Le puso de nuevo la mano sobre el hombro.
-¡Adelante!- gritó, pero sabía que no lo había oído, aunque sí que
había tenido efecto, porque poco después empezó a escribir.
“Aquest és un dels textos més complicats que mai he escrit…” pudo leer
antes de apretar accionar la palanca con la que había llegado hasta allí.
… pasó un tercer segundo y abrió
los ojos. Ella seguía igual de blanca, pero lentamente iba recuperando el
color.
-¿Te… te ha funcionado? –preguntó
con voz temblorosa y con la frente perlada por el sudor y los nervios.
-No –respondió el con
tranquilidad y un amago de sonrisa-. Será que no debía cambiar las cosas... Bueno,
tampoco están tan mal.
Dicho esto, cogió el croissant,
le arrancó una pata, la hundió en el café con leche, que aún mantenía su
temperatura, y se la llevó a la boca. Vio que su respiración estaba volviendo a
ritmos tranquilos y supuso que su corazón ya volvía a latir como en cualquier
otra situación. Él había hecho lo que debía: le había tendido la mano para
volver al punto anterior al momento que casi había cambiado, es decir, le había
hecho ver qué quería: nunca le había hablado tan claro. Ahora le tocaba a ella
mover ficha. Lo que no sabía era que, hiciese lo que hiciese, la aguja de los
segundos siempre vuelve al principio una vez ha empezado a correr. Ella la
activó y la justicia universal haría que terminara la vuelta. El tiempo huye,
pero nada queda impune. Ahora solo tenía que sentarse a esperar y ver cómo se
iban desarrollando los acontecimientos.
-“Quien a hierro mata, a hierro muere” dice el refranero –pensó para
sí y no pudo evitar esbozar una sonrisa maligna.
-¡Qué bueno! Por cierto, ¿cómo te va el máster? –le preguntó
mientras ella echaba azúcar en su café y él guardaba el mágico reloj en el
bolsillo.