“¿Me traerás nieve la próxima vez
que vengas a Loughstadt?” dijo una niña de unos diez años al muchacho que
estaba sentado junto a ella, que no debía tener más de doce.
“Sí, lo haré” respondió él con
una sonrisa, mientras pensaba cómo iba a
traerla sin que se deshiciera.
“Y si no pudiera, la próxima vez te llevaré
conmigo allá arriba, al castillo, para que veas cómo es el valle y el camino”.
Mientras él hablaba, ella dejó de
escuchar los pasos de los caminantes que cruzaban el puente en el que estaban
sentados con los pies colgando y el traqueteo de los carros con mercancías
provenientes de la ciudad comercial de Vemmer. Sus ojos se abrieron como platos
porque jamás había salido de los alrededores de Loughstadt. Por fin podría ver
aquellos paisajes que él le describía cuando bajaba. Al fin sentiría la
protección de los frondosos bosques que cubrían las montañas. Finalmente vería
nieve que no se iba al tocar el suelo.
“¡Bien!” respondió mientras le
ponía el brazo izquierdo sobre los hombros y le acercaba la cabeza con una
mueca de felicidad…
Un fuerte golpe de su cabeza
contra la pared de la bodega del barco le sacó de su ensimismamiento. “Nunca le
llevé la nieve ni la acompañé, sino que le dejé una carta y me fui sin decir
nada” pensó con tristeza mientras seguía en su esquina protegido con su capa.
Suponía que llevaba un rato dormido, pero ¿cuánto? Esa era una gran pregunta.
Se levantó y caminó un poco entre el cargamento para estirar un poco las piernas
que se le habían agarrotado. Después, subió a cubierta.
“Eh, joven, ¡por fin sales!” le
dijo amablemente uno de los marineros del Seefahrend
cuyo nombre no recordaba que era el piloto nocturno. “Cuando salga el Sol,
veremos Thule, lo presiento” continuó mientras miraba las estrellas y sentía el viento fortalecerse.
“¿Hacia dónde está Vemmer?” le
preguntó el joven.
“Hacia allí” dijo el marinero
señalando hacia el oeste, por donde parecía que se elevara una columna de humo.
“Eh, ¿la estás viendo?”
“Sí…” respondió el joven con pena,
pues se imaginaba lo que estaba pasando.
Se escuchó entonces un estruendo
se oyó y una gran luz iluminó el barco como si ya hubiera salido el Sol. Se apagó.
De nuevo, la blanquecina luminosidad de un nuevo rayo hizo sombra a las velas de
cubierta y un trueno sonoro lo acompañó. Los dos se giraron.
“¿Ves la tormenta, hijo?” preguntó
el marinero, que, repentinamente había empezado a hablar como alguien de su
verdadera edad.
“Sí” respondió el joven con voz
temblorosa.
“Pues pasada ella está Thule…”
calló unos segundos. “¡Toca la campana, corre! ¡Que los dioses se apiaden de
nosotros!”
El joven corrió hacia el mástil e
hizo sonar la campana varias veces con todas sus fuerzas. Los rugidos del
viento, los truenos y los golpes de la lluvia sobre la madera y la tela de la
vela habían invadido el barco.
“Que los dioses se apiaden de
nosotros” pensó el joven mientras veía cómo salían a cubierta el resto de
marineros para enfrentarse a la tempestad.
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