sábado, 2 de mayo de 2015

La Señora del Lago

En el frondoso bosque, lejos de los tenebrosos jinetes encapuchados, que vigilaban el linde del bosque, y del Señor del Valle y su séquito, que se dirigían a la Ciudad del Lago, dos ciervos se perseguían. El primero era de color luna plateada y el segundo, marrón claro con una línea casi negra sobre la columna. Corrían y saltaban entre los árboles. Iban a gran velocidad y, aun así, no tocaban ni un árbol ni un tronco con las astas. Estaban como dos peces en el agua, disfrutando de la libertad que la naturaleza les ofrecía. Trinaban los pájaros del bosque y graznaban los cuervos cuando el ciervo plata se aceró a un tronco que se dividía en dos. Se oyó un silbido. Después, un gruñido de dolor. El segundo animal cambió rápidamente de dirección y olvidó su blanca presa, que paró en seco. Entonces, cayó.

A unos treinta metros hubo un movimiento en unos arbustos. Vestido de beige con una piel de oso para protegerse del frío se levantó un joven que podía tener unos veintiocho años. Era de constitución fuerte y brazos poderosos. Tenía la cara cuadrada por una prominente mandíbula inferior. Su pelo era de color negro y la barba rojiza. Llevaba en la mano izquierda un arco de madera de roble, abundante en esos parajes, con unas inscripciones talladas en la parte exterior, y, colgado del brazo, un carcaj de piel de zorro y tela con cinco flechas. “Ahora que ya hay un ciervo herido” se dijo “podré matarlo y no necesitaré utilizar las otras saetas: ya habrá comida en casa para toda la familia”.

Caminó tranquilamente hacia la presa mientras miraba a su alrededor por si veía otra oportunidad de llenar la despensa de la cabaña con más comida. Llegó junto al extraño árbol y vio que el animal con la flecha atravesada era la mítica cierva luna, aquella a la que ningún cazador del pueblo había alcanzado jamás. Feliz por su proeza, y para que los otros del pueblo le creyeran, decidió que se llevaría el cuerpo entero en lugar  de separar la piel y la carne en el bosque. Se desenroscó una cuerda que le cruzaba el torso y se arrodilló delante del animal para atarle las patas.

“¡Hijo de Ion! ¡Hijo de Ion!” dijo una voz aguda y suave cuando sopló una suave brisa.

El joven no reaccionó porque pensó que no había sido sino el viento contra las hojas de los árboles.

“¡Hijo de Ion! ¡Hijo de Ion!” repitió la misteriosa voz.

Se detuvo. Con sumo cuidado, levantó la cabeza y miró hacia todos los lados con nerviosismo. Nadie estaba a la vista. En ese bosque, con los guardias oscuros y el misterioso y temido señor de regreso, ningún evento extraño era bien recibido. Las voces desconocidas, todavía menos.

“¡Hijo de Ion! ¡Noble caballero de la Casa de Ion! ¡Hijo del Lago! ¡Responde a mi llamada y recuerda quién eres! ¡Recuerda tus orígenes!” silbó la misma voz de nuevo con la brisa.

Asustado, extrajo un cuchillo que tenía oculto en la bota derecha y lo blandió hacia todas direcciones. Giró sobre sí mismo con el arma empuñada hacia delante. Cuando paró se quedó helado: estaba frente a la mujer más hermosa que jamás había visto. Allí donde antes no había sino aire, ahora estaba una alta y esbelta dama, con los cabellos largos color ébano y recogidos en una gran trenza que le caía sobre el pecho. Vestía con un traje plateado, como la cierva, que le llegaba hasta los blancos pies descalzos. Como toda su piel, su cara era de color marfil y tenía unos almendrados ojos esmeralda. Su mirada era tan profunda que parecía que pudiera leer la mente de aquella persona a la que mirara. Llevaba puesta una capa verde clara y la capucha, más oscura, le colgaba entre los hombros. En el centro del vestido había bordado un escudo rectangular con el fondo de color azur con dos peces en el centro cruzados encuadrados por gotas de color cian.

“No temas, joven” dijo la bella mujer. “No estoy aquí para dañarte: solo te quiero recordar quién eres, quiero que vuelvas a ser tú mismo”

“¡Ya sé quién soy!” respondió él con desconfianza.

“¡No!” rápidamente le cortó ella. “Crees que lo sabes, pero no es así. Dime, ¿qué recuerdas de tu vida? ¿Dónde naciste? Dime, ¿qué sabes de tu vida fuera de este valle?”

“Yo… siempre he vivido aquí, en el pueblo” respondió él, tartamudeando.
La mujer le hizo una mirada reprobatoria

“¿Y tus padres, les recuerdas?”

“Emm… Mi padre se murió cuando era pequeño o me abandonó, no estoy muy seguro” dijo con voz temblorosa. “Mi madre murió en el parto, de ahí que no tenga imágenes de ella en mi memoria.”

“¿Eso es todo lo que recuerdas?” preguntó con desdén. “Busca en lo más profundo, intenta verte cuando eras más pequeño. ¿De cuándo es tu primera memoria?”

Durante unos largos minutos ninguno de los dos habló. Él estuvo con la mirada perdida en el infinito mientras que los verdes ojos de la dama restaron fijos en él. Estaba expectante, ávida de querer oír su respuesta, su recuerdo.

“Mi primer recuerdo es del día de mi unión con Lhana, ante el gran templo…” respondió con firmeza y, antes de que la desconocida, que podía verse en su cara que estaba entristecida y dolida, reaccionase, continuó. “Y vos, ¿quién sois?”

“Yo soy Lady Genvra, señora del Lago y protectora de la Casa de Ion” contestó con orgullo y ya sin rastro alguno de tristeza en el rostro. “Desde hace años, tu señor padre llora la pérdida de su hijo menor, que partió en una misión de la reina, esa joven hija de molinero amiga suya que engatusó al difunto rey, y nunca más se supo de él. Dieciséis años han pasado ya y casi ha perdido toda esperanza. Durante los primeros cinco, esperaba tu retorno, pero nada; en los siguientes, decía que se contentaba con una carta, dijera lo que dijera, era suficiente, afirmaba constantemente, pero tampoco llegó información alguna; en los últimos cinco, he visto como la tristeza le consumía… ¡Incluso estuvo al borde de la muerte!” Cada vez hablaba con más dureza y su voz ya no era suave como al principio. El joven estaba sorprendido por las noticias y entristecido por aquel hombre y quería decirlo, pero temía la reacción de la mujer, por lo que siguió escuchando en silencio, sin moverse.

“Tan solo la noticia de la audiencia que podrá tener con la reina en la coronación de su hijo le ha devuelto las ganas de vivir” continuó. “Por fin tendrá una oportunidad para preguntar sobre esa misión a la que envió a su hijo, a la que tú fuiste, y de la que no volviste. No alberga ya esperanzas de verte con vida…” dijo con tristeza. “Te fuiste en una misión para ayudar a tu amiga, no porque fuera la reina, y cumpliste parte, descubriste la identidad de un ser realmente peligroso, que en su momento, y ahora, pretenden dañar a la reina y a su hijo. Debes terminarla. ¡Debes recordar quién eres para volver y revelar la verdad!”

“Lady Genvra, ya le he dicho qué recuerdos tengo: antes de ese momento, todo son imágenes borrosas…”

“¡Y ninguna real!” le cortó. “Si te sigues negando, si no haces el esfuerzo de recordar por ti mismo, te forzaré yo y, te lo garantizo:” dijo en tono amenazante “te dolerá”.

“Pero yo…”


No pudo terminar la frase. Lady Genvra levantó la mano derecha y la apoyó sobre su frente. Articuló unas palabras sin emitir sonido alguno. Hubo un destello de luz azul donde se tocaban el joven y la dama. Como si le hubiera caído un rayo, el cazador, el hijo de la Casa de Ion, se desplomó sobre la tierra. No se movía. No respiraba.

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