Para
su sorpresa, no había ninguna letra escrita: solo un dibujo muy detallado con
colores vivos. Se podía ver a un hombre de unos veinticinco años con una
poblada barba pelirroja que tenía el pelo castaño y corto. Entre sus manos
tenía a un frágil bebé. El hombre miraba con ternura al pequeño y le brillaban
los ojos, como si unas lágrimas fueran a derramarse. Junto a él había una joven
mujer de unos veinticuatro años con los ojos claros. Su pelo le caía liso sobre
los hombros hasta la mitad de la espalda. Estaba tan bien pintado, que parecía
que fuera seda en lugar de cabello. La pareja vestía unos trajes azules con un
escudo rectangular
que tenía el fondo azur y dos peces cruzados en el centro, encuadrados por gotas de
color cian. Miraban ensimismados al pequeño.
Pasó la página y la
imagen era diferente. Ahora podía ver a tres niños de diferentes edades jugando
en un patio de armas. Los dos mayores hacían ver que eran caballeros y luchaban
con espadas de madera. El más alto, que tendría unos diez años, era castaño,
como su padre, y llevaba una protección de cuero sobre el traje azul cielo y
rojo. El otro, con el pelo rojizo, de unos ocho años, vestía con de verde bajo
la protección para los golpes similar a la de su hermano. A juzgar por las
caras y las posiciones de cada uno, felicidad y estabilidad en el pelirrojo y
furia en la mirada del castaño, Finn dedujo que el pequeño había golpeado al
mayor y había ganado el asalto. El tercer niño estaba de espectador, sentado
sobre unas maderas, asombrado por la manera de luchar de sus hermanos. Los
miraba con admiración. Deseaba poder luchar con ellos y demostrar que era igual
o mejor, pero, aunque tenía ya su propia espada de madera, era demasiado
pequeño para hacerlo. El pequeño, de unos seis años, dibujaba con un palo en la
tierra del suelo mientras observaba atentamente con sus ojos azul claro a sus hermanos
y la brisa removía su pelo negro como la noche sin Luna.
Súbitamente, Finn
sintió que estaba allí, viendo a sus hermanos pelear como verdaderos caballeros,
bajo la atenta mirada del maestro de armas. Se dio cuenta entonces de un error
en la imagen. En aquel patio no estaba la puerta abierta desde la que el
maestro vigilaba cada movimiento y ataque para corregirlos cuando hubieran
acabado o intervenir, en caso necesario. Cerró los ojos y los abrió de nuevo.
Ahora sí estaba: detrás de los hermanos, en el fondo, la silueta de un hombre
se veía recortada ante una puerta que antes no estaba allí. Esa era la
verdadera escena.
Finn levantó la vista
del libro y notó algo diferente en la sala. Parecía que todo brillase más. Los
candelabros, antes mates, ahora parecía que los hubieran bruñido y, con la luz
que entraba, relucían. La tela de las cortinas ya no era gris, sino de un
blanco inmaculado. El joven sintió que, en su interior, algo estaba cambiando.
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