Volvió
a mirar al libro después de pasar de página. En la siguiente imagen, el joven
de pelo negro y ojos azules claro recibía una espada de un hombre de pelo
entrecano y mirada cansada en la orilla de un lago. Por el color del cielo,
parecía que acabara de amanecer. A unos metros de ellos, tres figuras con
armadura, pero sin casco, observaban. Como establecía la ceremonia, los tres
testigos debían vestir la armadura de gala pero sin cubrirse la cabeza, de
manera que el casco lo aguantaban con la mano derecha. Con la mano izquierda
sujetaban una lanza con sus respectivos pendones, que probaban que eran
realmente caballeros. El del primero tenía un escudo rectangular con el fondo
azur y dos peces cruzados en el centro, encuadrados por gotas de color azul. El
del segundo estaba dividido por una franja diagonal de color burdeos, con los
peces encuadrados de su familia en la parte superior y un Sol naciente naranja
sobre azul oscuro en la inferior. El del tercero también tenía dos campos: el
derecho tenía el fondo azul con el escudo familiar y el izquierdo un león
rampante rojo sobre fondo blanco. Ellos, su padre y sus hermanos mayores, eran
los testigos del nombramiento de Finn como escudero de un señor de la otra
orilla del Lago: el Conde de Loxstide.
Finn recordó la escena
como si la acabara de vivir. La espada era antigua, de hierro y más pesada de
lo normal, por eso solo la usó ese día. Como el Sol acababa de salir, aún hacía
el frío nocturno que caracteriza las tierras del condado de Loxstide y tenía las
manos agarrotadas y doloridas de aguantar la espada sin nada más que su piel.
Después del juramento, su padre y sus hermanos volvieron al barco que les llevó
de nuevo al Señorío de Ion, el segundo más grande y rico después de la Ciudad.
Allí lo dejaron. Allí estuvo Finn cuatro años, entre los doce que tenía en ese
momento y los dieciséis, cuando lo nombrarían caballero. Fue en esa época
cuando decidió que probaría suerte como caballero errante, pues no le gustaba
la vida en el castillo: él prefería viajar. También fue en ese tiempo cuando
conoció a una persona que iba a influir mucho en su vida, hasta el punto de
enviarle a una misión con un final incierto.
Finn miró a su
alrededor. Junto a la mesa y los candelabros, habían aparecido unas sillas, no
ya de madera de roble, como serían las de un humilde cazador, sino de haya y cuero, con
un escudo parecido al que tenía en el pecho tallado en el respaldo, dignas de
un noble. Las paredes empezaban a tener tapices sobre la fría piedra. Ahora
entendía lo que el anciano había dicho: conforme más recordaba, más llena
estaba la habitación. Ya recordaba gran parte de su vida anterior al Bosque, su
tiempo como Finn de Ion, el tercer hijo.
“¿Cómo puede ser que
acabara en el Bosque Oscuro viviendo?” se preguntó. “¿Quién es ese Señor del
que habló Lady Genvra? ¿Por qué me enfrenté a él?”. Intentó seguir recordando,
pero no tuvo éxito.
Silbó el viento y entró
en la habitación moviendo las cortinas de blanca seda. “Finn, soy yo” oyó que
decía una voz de mujer joven que llegó con la brisa del Lago. “Finn,
recuérdame” escuchó de nuevo. Cuando se fue ese dulce sonido, se dio cuenta
Finn que la página ya había sido pasada.
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