domingo, 20 de noviembre de 2016

El viajero en el tiempo (Un reloj de bolsillo III)

Frustración, alegría, tristeza, nervios, hilaridad, traición, hermandad, éxito, familiaridad, éxtasis… forman parte de aquello que sintió su espíritu mientras viajaba en su mente hacia atrás, hacia aquel oscuro 28 de marzo de 2016. Rápidamente se dio cuenta de que ya no estaba en la cafetería de la universidad, sino en su gran templo del saber, en la catedral del conocimiento, en su inigualable biblioteca. Miró el reloj que llevaba en la mano y vio cómo empezó a moverse la aguja de los segundos. Se movió rápido entre las personas que estaban allí yendo hacia sus sitios o escapándose para descansar y llegó a su mesa. A la mesa en la que todo pasó. A la mesa donde escribió algunas palabras de más. Todo era tal y como lo recordaba: los dos sentados juntos, con los nervios a flor de piel, leyendo los apuntes. La libreta estaba en el mismo sitio, a la espera de ser abierta para lo que pareció la sentencia de muerte de una amistad.

Se acercó a su yo y se puso a su espalda. Podía ver lo que estudiaba, pero sabía que su mente estaba en otro sitio. Cogió y soltó el bolígrafo azul dos veces. Acercó la mano a la libreta y la alejó de nuevo. Volvió a agarrar el bolígrafo, le puso el tapón y lo quitó otra vez. Miró a su derecha, hacia ella. Tomó la decisión. Él lo sintió: era el momento. Había llegado la hora. Debía pararlo… pero, ¿cómo? Nadie le oiría si gritaba, porque era invisible. Nadie podía sentirle. Nadie sabía que estaba ahí, ni siquiera él mismo. Le puso la mano izquierda sobre la espalda y, de súbito, él se giró y le miró, sin verle. ¡Le percibía! Entonces tuvo un flash, pero no del pasado, sino del futuro. De lo que vendría. De lo que no le había pasado ni en tiempos de su yo otoñal. Comprendió entonces qué debía hacer. No tenía que cambiar nada porque era necesario que pasara todo. Debía hacerlo para conocer realmente a quién tenía a su derecha; para demostrarse a sí mismo que era capaz de intentar reconstruir unos puentes en ruinas de una amistad, aunque desde el otro lado pareciera que buscaran lo contrario; para poder crecer y, por qué no, ver cómo la justicia universal podía actuar. Le puso de nuevo la mano sobre el hombro.

-¡Adelante!- gritó, pero sabía que no lo había oído, aunque sí que había tenido efecto, porque poco después empezó a escribir.

“Aquest és un dels textos més complicats que mai he escrit…” pudo leer antes de apretar accionar la palanca con la que había llegado hasta allí.

… pasó un tercer segundo y abrió los ojos. Ella seguía igual de blanca, pero lentamente iba recuperando el color.

-¿Te… te ha funcionado? –preguntó con voz temblorosa y con la frente perlada por el sudor y los nervios.

-No –respondió el con tranquilidad y un amago de sonrisa-. Será que no debía cambiar las cosas... Bueno, tampoco están tan mal.

Dicho esto, cogió el croissant, le arrancó una pata, la hundió en el café con leche, que aún mantenía su temperatura, y se la llevó a la boca. Vio que su respiración estaba volviendo a ritmos tranquilos y supuso que su corazón ya volvía a latir como en cualquier otra situación. Él había hecho lo que debía: le había tendido la mano para volver al punto anterior al momento que casi había cambiado, es decir, le había hecho ver qué quería: nunca le había hablado tan claro. Ahora le tocaba a ella mover ficha. Lo que no sabía era que, hiciese lo que hiciese, la aguja de los segundos siempre vuelve al principio una vez ha empezado a correr. Ella la activó y la justicia universal haría que terminara la vuelta. El tiempo huye, pero nada queda impune. Ahora solo tenía que sentarse a esperar y ver cómo se iban desarrollando los acontecimientos.

-“Quien a hierro mata, a hierro muere” dice el refranero –pensó para sí y no pudo evitar esbozar una sonrisa maligna.

-¡Qué bueno! Por cierto, ¿cómo te va el máster? –le preguntó mientras ella echaba azúcar en su café y él guardaba el mágico reloj en el bolsillo.

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