Dormía plácidamente cuando lo que
parecía el sonido de unas alas lo despertó. Abrió los ojos y vio que estaba en
el jardín de una gran mansión.
“¡Qué raro! Juraría que estaba
durmiendo en mi cama” pensó.
Dio unos pasos hacia la casa y
vio que había gente vestida en colores muy claros, casi blanco. Parecía que
brillaban. Siguió caminando y abrió la puerta de cristal.
“¡Cuánta paz! ¡Qué bien se está
aquí!” cruzó su mente en el momento en que entró en el edificio.
Caminó a través de dos habitaciones
y llegó a un gran salón. Había poca gente y estaba a punto de salir cuando, con
el rabillo del ojo, vio que unas personas vestidas de un color puro le miraban
fijamente con una sonrisa grande en la boca. Ladeó la cabeza y reconoció los
rostros de cuatro personas a las que quería, pero había, en cierto modo,
perdido. Uno hacía ya unos años; los otros tres, hacia menos. Se acercó y sus ojos se tornaron vidriosos
mientras unas lágrimas recorrían sus mejillas.
“No llores” dijo el más joven de
entre ellos.
“No estés triste” dijo la mujer.
“Os estaremos esperando” añadió
el más anciano.
“Pero no tengáis prisa” completó
el tercer hombre, aquel que había sido el primero en irse.
“Os cuidaremos desde aquí y os
protegeremos” cerró el que primero había hablado.
Las lágrimas siguieron
derramándose pero ya estaba tranquilo. Era todo lo que necesitaba oír. Cerró
los ojos un momento porque le escocían. Los abrió de nuevo y vio el techo de su
habitación de nuevo. Esta vez estaba más tranquilo que cuando se acostó. Sabía
que estaban todos bien, que estaban felices, que no sufrían, que descansaban.
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